El Gobierno de Pedro Sánchez se ha estrenado con la decisión de acoger a los 629 inmigrantes rescatados en el Mediterráneo por el buque Aquarius. El gesto humanitario –más que justificado– debería convertirse en el punto de inflexión para que, de una vez, la UE dé un giro en materia migratoria, modifique su política de fronteras y ponga medios para acabar con las mafias y promover el desarrollo en los países de origen.
Si Moncloa ha respondido con celeridad, la Iglesia no se ha quedado atrás. Casi de inmediato, el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, ponía en marcha un gabinete especial para coordinar una respuesta conjunta de todas las entidades diocesanas y para trabajar, codo con codo, con los poderes públicos. A buen seguro que, cuando dentro de unos meses esta primera oleada de solidaridad se diluya en la rutina, será la Iglesia quien acompañe en lo cotidiano a estos hombres y mujeres refugiados en nuestro país. No está de más que, sin sacar pecho ni presumir, esta entrega eclesial se haga visible ante la sociedad, al igual que su defensa permanente y no circunstancial para rescatar una política migratoria que ponga en el centro a la persona.