Las residencias de ancianos han sido elegidas como el primer objetivo para administrar las vacunas contra el coronavirus. No en vano, los mayores son el colectivo más vulnerable de la pandemia, como demuestra el hecho de que, solo en España, la mitad de los fallecidos por coronavirus hayan perdido la vida en estos centros. A estas alturas, nadie duda de que algo –o mucho– ha fallado en la protección y la atención que se ha dispensado a los mayores.
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Esta letalidad exige un honda reflexión que va mucho más allá de la más que necesaria dotación de recursos humanos y materiales para hacer frente a la voracidad del COVID-19. Es cierto que una residencia no es un hospital. Sin embargo, las carencias que han quedado al descubierto ante la emergencia sanitaria hablan de unos espacios que, lejos de ser concebidos como un proyecto de hogar, en algunos casos se han gestionado como un mero negocio donde ha primado la búsqueda de la rentabilidad por delante de la primacía del cuidado de la persona.
Sin embargo, sería injusto y sesgado volcar todas las tintas contra las residencias, cuando también se han visto ejemplos de un compromiso impagable en tantos trabajadores que se han entregado hasta la extenuación para proteger a sus encomendados, siendo su única familia en un estricto confinamiento y soportando el zarpazo de la pandemia con un dolor indescriptible cuando el virus se ha cebado con ellos.
Aparcar en el olvido
El examen de conciencia debe trascender las puertas de los asilos para interrogar a toda la sociedad. Entonar un mea culpa por lo sucedido corresponde a la civilización occidental, comenzando por la clase política y continuando por todos y cada uno de nosotros, que hemos contribuido a aparcar en el olvido en los últimos años de su vida a toda una generación que se desgastó, primero para sacar adelante a sus padres y, posteriormente, para garantizar un futuro a sus hijos.
Esos hombres y mujeres que han edificado el mundo de hoy se han convertido en descartados por quienes comparten su sangre, pero también por la familia que consituye la opinión pública.
Para enmendar esta negligencia, no basta con que sean los primeros de la lista de vacunados si pasado mañana van a continuar relegados y convertidos en candidatos preferentes a aplicar medidas tales como la ley de eutanasia. Salir mejores pasa por devolver a los mayores su centralidad en la familia y en la sociedad.
En la medida en la que se reconozca y abrace la sabiduría de su experiencia, se pondrá la inyección vital imprescindible para salvar una patria que no pierde la memoria, sino que parte de ella para construir un mundo más fraterno, donde cada eslabón cuenta, del más oxidado al recién enganchado.