El parón propiciado por la pandemia provocó que el pasado domingo 15 de mayo, la Plaza de San Pedro viviera la canonización múltiple más numerosa de la historia, a excepción de los grupos de mártires que ya han subido a los altares.
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En total, Francisco proclamó santos en una misma celebración a diez hombres y mujeres de perfiles diversos que testimonian con su vida y misión la diversidad de carismas de la Iglesia universal, o lo que es lo mismo, cómo encarnar con fidelidad y valentía creativa el Evangelio de las bienaventuranzas en contextos históricos y sociales completamente diferentes, haciéndose presentes entre los más vulnerables.
Desde el carmelita periodista Tito Brandsma, que acabó en un campo de concentración nazi por defender la libertad, hasta la primera santa uruguaya, María Francisca de Jesús, que buscó dignificar a los obreros a través de la pastoral educativa y social, pasando por Lázaro Devasahayam, primer mártir casado de la India, ejemplo de cómo una fe inculturada puede contagiarse desde la vocación laical.
“La santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano”, remarcaría el Papa durante su homilía, con el ánimo de no contemplar boquiabiertos a los nuevos santos como una referencia inalcanzable para el común de los mortales.
En su alocución, subrayó los ejes fundamentales de Gaudete et exultate, la exhortación apostólica con la que ha buscado borrar toda capa de naftalina en la llamada a ser santos; una llamada que se aleja de todo tinte de errada perfección abstracta, para apostar por ese discipulado misionero que se acerca al cielo en la medida que se embarra en una tierra encharcada por las heridas de los hombres y mujeres en cada tiempo y lugar.
El desierto de la discreción
Así lo encarnó san Carlos de Foucauld, el más popular del grupo de canonizados, cuando su empeño por ser otro Cristo le invitaba a vivir en lo oculto, desde la sencillez orante y trabajadora de Jesús en Nazaret en los años previos a su vida pública. Esta vecindad en el desierto de la discreción es la que hoy encarnan quienes buscan hacer realidad el carisma que ha regalado a la Iglesia universal.
No se trata ni de institutos de vida consagrada con grandes obras ni de movimientos laicales que abanderen empresas pastorales con muchos ceros en su patrimonio ni en sus filas. Sin embargo, los frutos que de su entrega se desprenden allá donde se encuentran hablan de unas semillas florecientes del Reino que trasciende el aporte al diálogo interreligioso, que va por añadidura en su discipulado de fraternidad universal.
Así es como Francisco certifica que se curte la santidad hoy como ayer, en “el polvo del camino”, y no en las pelusas acumuladas de las peanas, despachos y sacristías.