La tradicional gala de Navidad que acoge el Aula Pablo VI, y que se emite en Nochebuena en todo el planeta, contará por segunda vez en su historia con un artista español: la cantante Ana Mena. La apuesta vaticana por renovar este formato televisivo habla de esa vinculación entre fe y cultura sobre la que no se teoriza ni exige carné de pureza sobre el escenario.
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Lo cierto es que el miedo a la galopante secularización, ante la falta de referentes católicos en las artes, puede provocar una primera reacción de repliegue en los cuarteles de invierno, bien con una actitud derrotista frente al laicismo imperante, o bien promoviendo una contraofensiva con tintes belicistas, amparándose en una conspiración global para acabar con la civilización cristiana.
Nadie niega que ideologías de diferente cuño ven el hecho religioso como un estorbo al que hay que arrinconar con sutileza. De hecho, la Iglesia no puede dejar de ser voz de anuncio y de denuncia ante atropellos como la reciente directriz europea que pretendía felicitar “las fiestas”, en lugar de “la Navidad”, en aras de la inclusión.
Sin embargo, el principal escollo que se encuentra la fe para abrirse paso en el mundo occidental es el imperialismo de la superficialidad. En una sociedad donde todo es relativo y nada permanece, no hay hueco para grandes ideales, ni políticos ni confesionales, salvo que renuncien a sí mismos para encajar en las reglas del consumo, ya sean objetos, experiencias, relaciones… Esta dinámica saciante por acumulación impide hacer hueco a la austeridad, al silencio, al sosiego, a la espiritualidad profunda. No deja sitio ni tiempo para Dios.
Una oportunidad
Este contexto, lejos de propiciar el desánimo o un análisis apocalíptico, ha de abordarse como una oportunidad. No valen los cordones sanitarios por temor a ensuciarse de humanidad, que no de mundanidad. Solo adentrándose en esa realidad aparentemente cubierta de necesidades, se pueden tocar y curar las heridas y vacíos reales de tantos a los que solo se puede responder con el acompañamiento y la esperanza que nace de la Buena Noticia de Jesús.
La Iglesia no puede ni debe rebajar su mensaje de salvación, pero sí abajarse para escuchar los signos de los tiempos, acoger y promover una cultura del encuentro. Esto no implica doblegarse o renegar, pero sí abrirse a un diálogo en el sentido más sano, promoviendo foros de pensamiento, redes de colaboración con quienes salen al rescate de los últimos o se dejan la piel por la Casa común.
Espacios para dejarse interpelar por los jóvenes, iniciativas para compartir la pasión por la belleza desde las artes. Con esa audacia para contagiar el Evangelio, se logra ser Adviento para un mundo que se ha olvidado de esperar.