Por primera vez en la historia, ha trascendido que la Santa Sede desautoriza las conocidas como terapias de conversión de la homosexualidad. Tras un período de investigación, la Congregación para el Clero ha desvinculado de la Iglesia las prácticas de la plataforma española ‘Verdad y libertad’.
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Aunque se trata de una entidad civil y no canónica, no son pocos los creyentes que han participado en sus actividades. Además, sus promotores se amparan en fundamentos religiosos para justificar unos métodos considerados ‘sectarios’, tal y como han relatado a Vida Nueva afectados que han participado en el informe de Roma.
La realidad es que la homosexualidad no se cura, porque no es una enfermedad. Lo dictaminó la Organización Mundial de la Salud hace 31 años. La aprobación de leyes que sancionan estos programas y las denuncias públicas contra esta organización les ha llevado a actuar en la clandestinidad para esquivar las multas, pero no a desaparecer. Lamentablemente, quienes las respaldan desde su particular guerra permanente contra la ideología de género, lo hacen escudándose en la bienaventuranza de la persecución, y presentándose como mártires en defensa de la ley natural.
Con la toma de postura vaticana, solo cabe la firmeza por parte de los responsables de la formación de los consagrados y de quienes están al frente de procesos de acompañamiento y dirección espiritual, para que tomen cartas en el asunto con el fin de detectar y rescatar a quienes pueden estar atrapados en estas dinámicas. De igual manera, como reclama Roma, urge erradicar esta iniciativa antes de que el problema vaya a más. Basta escuchar a una sola víctima o al cofundador del grupo para constatar las secuelas que deja tras de sí. Una Iglesia madre no se lo puede permitir.
Acoger sin juzgar
Educar en afectividad y sexualidad no es adoctrinar ni recetar, pasa por acompañar y discernir, para vivir la verdad de lo que uno es. Pero, sobre todo, implica acoger sin juzgar, desde una misericordia que tiene como base el hecho de que toda persona es hija de Dios, creada a su imagen y semejanza, y que el amor de Jesús se ofrece a todos sin excepciones. Aceptar y acoger la diversidad no es claudicar del catolicismo ni dejarse enredar por confusiones relativistas.
El papa Francisco, en su reciente carta al jesuita James Martin, volcado en la pastoral LGTBI, recuerda que “el estilo de Dios tiene tres rasgos: cercanía, compasión y ternura”. Fuera de estas máximas, cualquier intento de abordar a una persona por su orientación sexual, como si se tratara de un enfermo pecador al que exorcizar en aras de su salvación, no solo es discriminación y rechazo a un hermano. No es cristiano. No es de Dios. Y, además, es un delito.