El Sínodo sobre ‘los jóvenes, la fe y el discernimiento’ ha arrancado. Durante un mes, Roma acoge este foro determinante para el futuro de la Iglesia que, en palabras del Papa en la misa de apertura, debe huir de “posturas eticistas o elitistas”, así como de “ideologías abstractas que nunca coinciden con la realidad de nuestros pueblos”.
Los ‘millennials’ ya mostraron sus inquietudes a través del valiente documento que nació del inédito presínodo del pasado marzo. Ahora es tiempo de escucha sincera y orante y de toma de decisiones por parte de los 276 padres sinodales, que están llamados a ser a la vez pastores, tanto de esos jóvenes identificados con el hecho religioso como de quienes han optado por vivir huérfanos fuera de las puertas de sus templos. De ellos depende el que, como señala el cardenal Baldisseri en esta revista, la Iglesia pueda ofrecerles una “bocanada de aire fresco”.
No se trata de afrontar las demandas juveniles con más o menos arrojo o valentía, sino simplemente de responder a los signos de los tiempos, de tener interés por conectar con una generación que huye de todo lo institucional, de todo discurso que les juzgue o aquel que quiera determinar su camino a golpe de superioridad. Por eso resulta vital que los obispos acojan las sugererencias de esos escasos 34 jóvenes de entre 18 y 29 años que participan como auditores y colaboradores. Máxime cuando esta asamblea sinodal ya debe aplicar la reciente reforma aprobada por Francisco que llama a los prelados a ser altavoces y no filtros de quienes representan, además de instarles a aterrizar lo más posible sus conclusiones a la esfera local, para encarnarse en las heridas y preocupaciones de cada comunidad.
Desde ahí, este Sínodo puede ser una oportunidad para que la Iglesia proponga, abra sus brazos, su corazón y su mente sin prejuicios excluyentes a todos los temas que haya sobre la mesa, por delicados o aparentemente ajenos que resulten a priori; sin renunciar a sus máximas, pero sin reservar el derecho de admisión.
Por desgracia, el Sínodo también puede convertirse en una oportunidad perdida –prácticamente la penúltima–, con letales consecuencias, si, lejos de ponerse en la piel de los jóvenes, se les niega ser esa “bocanada de aire fresco” que sí precisa con urgencia la bimilenaria catolicidad para reconocerse y ser reconocida como madre y compañera de camino, y no como institutriz. A elegir: tiempo de caer en una preservación mortecina o de retomar la profecía transformadora que supone el Evangelio. Francisco se lo ha dejado claro a los padres sinodales: no caigan en la autopreservación y la autorreferencialidad. Aplicar esta máxima papal está en sus manos. Y en sus votos.