Teólogos y canonistas europeos y latinoamericanos se han dado cita en Madrid durante tres días en el seminario internacional ‘La Iglesia sinodal: de Pablo VI a Francisco’. Un encuentro que busca aterrizar la llamada a la sinodalidad emanada del Vaticano II, que el Papa argentino formuló en ‘Evangelii gaudium’ y se aterriza en la reforma del Sínodo de los Obispos y de la Curia.
Todos los expertos coinciden, sin embargo, en que estos cambios solo fructificarán si se implica a toda la comunidad cristiana. Una transformación que debería propiciar la creación de estructuras que permitan trabajar de tú a tú, y sin exclusiones, a clero, religiosos y laicos a través, por ejemplo, de un organismo colegial de carácter internacional. Un Sínodo del Pueblo de Dios que, sin caer en una concepción política, sí contemple que todos y cada uno de los sujetos eclesiales tengan voz en la mesa de los discípulos misioneros.
Hoy por hoy, ya se podría experimentar esta sinodalidad en los consejos pastorales, tanto de las parroquias como de las diócesis. Ambos pueden y deben convertirse en espacios consultivos reales y no postizos, valorando los dones propios de cada vocación y las capacidades de cada persona. Solo desde el reconocimiento de la diversidad a través de una participación afectiva y efectiva se puede romper con dinámicas de absolutización y clericalismo que han desencadenado todo tipo de abusos.
Pero más allá de promover la colegialidad en los organigramas y agendas, urge promover una auténtica conversión personal, que pasa por apostar por la formación para todos y cada uno de quienes conforman la familia eclesial para que aprendan a vivir, sentir, pensar y actuar en clave de comunidad, de confianza mutua en el servicio, de vida y misión compartida. Solo con laicos preparados, con mujeres reconocidas en su dignidad, con obispos, consagrados y presbíteros abiertos a una verdadera corresponsabilidad, se pueden poner los pilares para una Iglesia sinodal. De lo contrario, los esfuerzos estructurales se tornarán vanos y no lograrán cuajar porque carecerán de comunidades que los sostengan y animen.
La sinodalidad no se construye de un día para otro, pero tampoco se puede demorar su puesta en marcha a un mañana perezoso que nunca llegará. Otorgar el protagonismo de la acción evangelizadora de la Iglesia “al Santo Pueblo fiel de Dios”, tal y como viene repitiendo Francisco desde el primer día de inicio de su pontificado, resulta una condición inexcusable para que, ni las reflexiones de teólogos y canonistas, ni tampoco la reforma eclesial, se queden en un “quiero y no puedo”. O peor, en un “no quiero”.