Europa mira para otro lado. Un día sí y otro también, cada vez que se vislumbra una tragedia en el Mediterráneo con un grupo de migrantes a la deriva como protagonistas. Máxime cuando el discurso populista y nacionalista ha encontrado un caladero social para reforzar la errada idea de que todo extranjero proveniente del Sur es una amenaza para la pervivencia del Estado del bienestar. Resulta preocupante que a estas proclamas xenófobas se sumen cada vez más católicos, ignorando que este rechazo al que viene de fuera implica un ‘sí’ a una condena a muerte de cuantos buscan cruzar las fronteras, una actitud inconcebible para un cristiano llamado a defender la vida desde su origen hasta su fin.
Si hasta ahora ha resultado complicado que los líderes europeos pusieran en marcha una política común desde una acogida ordenada y un plan de acción en los países de origen, ahora se torna más utópico todavía. Sobre todo, cuando han constatado que criminalizar al migrante y levantar muros lleva premio en las urnas. Una dinámica en la que la Iglesia no solo no puede entrar, sino que tiene que combatir siendo madre, salvavidas y voz de denuncia de quienes se lanzan al mar.