Después de tres meses, el volcán de Cumbre Vieja, ubicado en la isla de La Palma, parece haber finalizado su erupción. La lava deja tras de sí más de 7.000 evacuados, porque esa lava se comió literalmente sus casas o se encuentran en la llamada zona de exclusión. A esto hay que sumar 900 millones de euros en daños materiales y 1.230 hectáreas devoradas, con grandes zonas de cultivo que ya no existen.
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Pero, sobre todo, ha dejado a su paso un clima de incertidumbre e impotencia ante la adversidad, amén de un duelo generalizado que exigirá un acompañamiento integral en el que la Iglesia ya está comprometida en primera línea desde el minuto uno en el que la tierra comenzó a rugir.
Con este panorama, los vulcanólogos han fiado el silencio definitivo del Cumbre Vieja a que se supere sin incidencias significativas las cuatro de la tarde del 24 de diciembre. La Nochebuena para los palmeros se convierte, por lo tanto, en la jornada en la que su reloj vital volvería a contar desde cero, después de un tiempo de incertidumbre entre temblores de tierra, el terror a la expansión de las fajanas y un rugido ensordecedor. Los isleños han vivido un particular Adviento, en lo que ha supuesto un doloroso camino por un desierto de ceniza al que nadie se atrevía a poner fin.
Jesús nace más puntual que nunca en la ‘isla bonita’ de las Canarias. Dios se encarna en medio de la fragilidad de su pueblo, junto a quienes son capaces de descubrirle, entre aquellos que no se han quedado anclados en la pesadumbre pese a haberlo perdido todo y entre quienes todavía sueñan con un futuro realizable a pesar de haber sido desahuciados de sus ilusiones de un día para otro.
Cuando María dio a luz en un establo de Belén, aparentemente todo siguió igual más allá del portal donde se encarnaba el Hijo de Dios, pero todo cambiaría para siempre. Todo continuó igual para quienes se negaron a mirar al cielo para redescubrir una estrella especial o para quienes no fueron capaces de abrir sus oídos para escuchar la voz de un ángel emisario de una buena noticia.
Renacer a la vida
Hoy, en medio de la catástrofe de La Palma como de otras tantas tragedias a las que se asoma la humanidad en este contexto pandémico, cualquiera corre el riesgo de quedarse atrapado en un peregrinar sin rumbo, desnortados entre tantos signos de depresión, en una espiral de pesadumbre y nihilismo.
Solo quien interpreta la realidad en clave de una esperanza activa, sin aditivos, la que ofrece ese Salvador que se hace hueco en el lugar más recóndito del planeta, es capaz de renacer a la vida, como ya se renace de las cenizas en La Palma, y es capaz de reflejar la luz de esa estrella que guía en medio de la preocupante oscuridad que deja tras de sí un volcán que se apaga.