Un libro de José Ignacio Calleja (PPC, 2011). La recensión es de Luis González-Carvajal Santabárbara.
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Los olvidos “sociales” del cristianismo. La dignidad humana desde los más pobres
Autor: José Ignacio Calleja
Editorial: PPC
Ciudad: Madrid
Páginas: 256
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LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL SANTABÁRBARA | Decía Sócrates que él hacía en Atenas el papel del tábano al lado de un caballo grande y de buena raza pero necesitado de ser aguijoneado porque, dado su gran tamaño, es un poco lento. Pienso que, al publicar este libro, José Ignacio Calleja ha intentado hacer algo parecido con la Iglesia.
Un mes después de la clausura del Concilio Vaticano II, Pablo VI decía que la Iglesia había mirado al mundo “con inmensa admiración, con respeto profundo, con materna simpatía, con amor generoso”. Sin embargo, esa reconciliación entre la Iglesia y “el mundo”, que fue un tópico teológico durante los años del posconcilio, hoy no la reconocen amplios sectores del pensamiento laico.
Parece, pues, que algo está pasando para que “el mundo” y la Iglesia vuelvan a tener dificultades en sus relaciones. Este libro explora la parte de responsabilidad que en dicho desencuentro corresponde a la Iglesia: tanto al conjunto del Pueblo de Dios como a sus autoridades.
Estos últimos fallos, por haber sido menos estudiados “desde dentro”, son, sin duda, lo más interesante del libro. Pongamos algunos ejemplos que permitan al lector hacerse una idea de lo que encontrarán en sus páginas.
En las encíclicas y declaraciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI aparece siempre la preocupación por el relativismo cultural, moral y conceptual que caracteriza a la sociedad. Ambos papas dicen una y otra vez que el único antídoto eficaz para ese relativismo es la antropología cristiana: “En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero –escribe, por ejemplo, Benedicto XVI en Caritas in veritate (n. 4)–, (…) la adhesión a los valores del cristianismo no es solo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral”.
El autor cita muchos más textos parecidos al anterior y cree que esta es, seguramente, la pretensión católica más inaceptable para amplios sectores sociales, porque hace imposible la laicidad política (p. 76).
Cuestiones morales
Fuente de tensiones –muy relacionada con la anterior– son también los pronunciamientos públicos de la Iglesia sobre cuestiones morales. La Iglesia sostiene, por ejemplo, que el derecho a la vida (así como el deber de conservarla) abarca todo el período que va desde la concepción hasta la muerte natural.
“Desde luego –explica nuestro autor–, esto se puede decir, pero cuidando de reconocer que, a la luz de la fe, es irrenunciable, y a la luz de la razón, algo muy razonable; son dos formas de hablar inseparables, pero con distinta competencia y clase de certeza” (p. 130).
Tiene que quedar claro que los argumentos basados en la ley natural son de razón, no de fe. Pueden ser ciertos para un creyente; es razonable decirlo desde una corriente de antropología filosófica; pero no son una verdad antropológica obligatoria en cualquier concepción humana y, por tanto, debemos aceptar que sus conclusiones sean sometidas al debate secular y plural en el ámbito de la sociedad civil.
Es inevitable que las pretensiones de que un Estado laico legisle a partir de las conclusiones a que llega la Iglesia interpretando la ley natural provoquen agresividad contra ella, “y esto [ocurre], ¡oh sorpresa, con la mejor conciencia de hacerlo todo por el bien moral, en cumplimiento de un deber religioso, y martirialmente! Podemos terminar creyéndonos mártires por un error de principio” (p. 149).
Tercer ejemplo. A menudo, la Iglesia se muestra reticente frente la ética civil, pero, nos guste o no, la ética civil es necesaria en una sociedad democrática, plural y laica, porque no hay otra forma legítima de moralizar la convivencia social entre esos ciudadanos.
La Iglesia puede y debe ser crítica con los contenidos de la ética civil e intentar perfeccionarla con el diálogo, pero sin cuestionar su razón de ser, porque su alternativa de hecho no es, desde el punto de vista ético, “la universalidad de una moral religiosa”, ni el derecho natural tal como lo interpreta la Iglesia, sino “el relativismo moral y hasta el nihilismo”; y, desde el punto de vista de las leyes, el positivismo jurídico (pp. 140-141).
Otra fuente de tensiones es pensarnos dueños o servidores de un saber revelado que nos ahorra cualquier mediación técnica para enjuiciar la realidad social. En realidad, todo cristiano, y la propia Iglesia, construye su lenguaje social –¡incluida la DSI!– con los mimbres de las ideologías sociales y, cuanto más se quiere prescindir de las ideologías –algo que resulta patente en el magisterio social del Papa actual–, tanto más la religión se vuelve un sistema ideológico.
No pongo más ejemplos. Me temo que a algunos lectores les producirá cierto malestar esa acumulación de críticas, pero no podrán negar que el autor las fundamenta con toda seriedad, que no hay en absoluto demagogia en su tono y que están hechas desde un amor profundo hacia la Iglesia.
Es posible que ciertos capítulos sean un poco densos y resulten difíciles de digerir para algunos lectores, pero merece la pena hincarles el diente y meditar sobre ellos. Quizás otros critiquen que el libro es algo reiterativo –el propio autor reconoce en la Introducción que repite las cosas “con celo de maestro de escuela”–; pero, sin duda, eso facilita la asimilación de sus ideas principales.
No quiero terminar sin mencionar un detalle pequeño, pero valioso, de este libro: sus notas a pie de página recomendando diversas lecturas, casi siempre con un comentario brevísimo y certero. Estamos, en suma, ante un libro importante del profesor de Moral Social de la Facultad de Teología de Vitoria que recomiendo vivamente.
En el nº 2.787 de Vida Nueva.