Aparecen entre la niebla, como venidos de otro mundo, rugiendo como dragones, gigantes de paso lento e imparable: los tractores. El ciudadano mira atónito desde las aceras esa formidable procesión de máquinas imponentes y comienzan a surgir las preguntas: ¿quiénes son?, ¿qué reclaman?, ¿por qué se manifiestan?, ¿qué tenemos que ver con ellos nosotros, los urbanitas?…
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: Agenda 2030: ¿Condena o absolución?
- Pliego completo solo para suscriptores
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Durante días, los periódicos irán publicando noticias de esta desigual batalla de las gentes del campo. Muchas anécdotas, mucha declaración, mucho megáfono, algunos denuestos, pero poco pensamiento. De tarde en tarde, aparece, perdido en el barullo de la prensa, algún artículo con contenido ideológico. El sector primario, decisivo para la economía y para la vida, necesita ser pensado.
Nuestro deseo de fondo es contribuir, siquiera un poco, a pensar el campo. Pretendemos hacerlo desde una visión humanista y cristiana. Utilizaremos para ello, básicamente, la luz de la Palabra, porque para eso se nos ha dado, para iluminar la vida. Ya lo dijo S. Weil: “El valor de una forma de vida religiosa o, más en general, espiritual, se aprecia por la iluminación proyectada sobre las cosas de este mundo”. La espiritualidad puede aportar su luz sobre los problemas de la secularidad. Sin pretensiones de superioridad, sino con el humilde afán de colaborar a entender lo que pasa, lo que nos pasa.
Una relación dolorosa
Desde los inicios del camino histórico, la relación de los humanos con la tierra ha sido difícil, dialéctica, dolorosa. Aunque vemos a los agricultores y agricultoras encaramados a sus grandes máquinas, con cabinas que tienen aire acondicionado y ordenadores, la vida en el campo siempre ha sido difícil. Siempre han dolido las incertidumbres meteorológicas, la “esclavitud” inherente al ganado, las penurias que acarrean las sequías, etc. Y a ello se une, ahora, la enorme complejidad de un mercado con el que hay que librar batallas internacionales.
Nada sabe del campo quien no ha sentido la mordedura del frío de la mañana cuando hiela; nada sabe quien no ha experimentado el calor abrumador en las horas interminables del verano; y tampoco nada sabe quien no ha encajado la soledad enorme del pastoreo y el ancestral temor del rayo cuando, en pleno campo, ruge la tormenta. Miedos antiguos que siempre están ahí.
Los miedos del mercado
Y añádase a ello los miedos derivados del mercado: el abismo que se abre ante los frutos rechazados por su apariencia; la comprobación de que no se aplican los mismos parámetros de exigencia a productos de otros países cuando los importan las grandes empresas agroalimentarias; el sentimiento de abandono cuando el temor de no encontrar comprador amenaza a la cosecha que entra en sazón…
Tierra que produce cardos y espinas. Razón tenía la vieja copla, ingenua pero verdadera, cantada hace tantos años por A. Fernández: “Labrador, con tu azada y tu sudor, madruga mucho y trabaja, que otros se llevan el grano y a ti te dejan la paja”. Y razón tiene la vieja maldición bíblica de Gn 3, 18-19: “Cardos y espinas te producirá la tierra, y comerás hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”. No es solamente la maldición al mítico Adán, sino la que acompaña a la persona adámica en los variados y sucesivos momentos de la historia.
Amar la tierra
¿Cómo amar esta tierra más allá de cualquier maldición? ¿Cómo sentir piedad y agradecimiento por la tierra a la que se arranca sus frutos porque es celosa de sus riquezas? ¿Cómo terminar agradeciendo a la “hermana y madre tierra” (como la llamaría el hermano Francisco de Asís) que siga alimentando a los humanos tras millones de años de demandarle amparo? ¿Cómo pedirle perdón por todos los expolios, atropellos, abusos e injusticias cometidas contra ella y contra quienes habrían de haber sido sus primeros beneficiarios, los humildes?
Amar la tierra, he ahí la asignatura siempre pendiente. No habríamos de echar en saco roto la reflexión de la encíclica Laudato si’ del papa Francisco: “Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente” (LS’ 229). A esto nos referimos cuando hablamos de amar esta tierra de cardos y espinas. ¿Puede haber alguien que haya regado la tierra con su propio sudor que tilde esto de lírica vacía? (…)
Pliego completo solo para suscriptores
Índice del Pliego
PRIMER AFÁN: amar una tierra que produce cardos y espinas
SEGUNDO AFÁN: dialogar y pactar para poder vivir en la misma tierra
TERCER AFÁN: alejar el fantasma de la despoblación y el envejecimiento
CUARTO AFÁN: liberarse del yugo de los precios explotadores
QUINTO AFÁN: contener la tendencia okupa y depredadora
SEXTO AFÁN: construir un mundo rural abierto
SÉPTIMO AFÁN: reorientar el dinamismo de la acumulación
OCTAVO AFÁN: controlar las excesivas preocupaciones
NOVENO AFÁN: vivir con la imprescindible generosidad
DÉCIMO AFÁN: trabajar en una obra de todos
PARA TERMINAR