Cuando hablamos de ritos litúrgicos, nos estamos refiriendo a la oportunidad que existe en el cristianismo por su dinámica interna encarnativa de entrar en una cultura concreta e integrarse en ella hasta el punto de adaptarse a sus modelos de pensamiento, expresión, relación y celebración, conservando, a la vez, los elementos esenciales e invariables de la fe revelada, pero generando también un modelo o tipo de ritualidad propia, genuina de ese contexto.
De forma equivocada para muchos, la expresión “rito” o “ritual” hace referencia a una pre-comprensión ligada a lo estático o fijo, lo inamovible e impuesto desde fuera; mientras que, justamente, el rito evoca el aspecto de inculturación propio del genio misionero, expansivo y universal del cristianismo. Esto conlleva un elemento de creatividad, de historicidad y adaptabilidad a las circunstancias, los tiempos, en definitiva, la idiosincrasia de determinados espacios y lugares de este mundo.
Todo este proceso está regido, ciertamente, por una guía o autoridad –ligada a las principales sedes apostólicas– que sirve de ayuda y modera la integración para que esta no se desvíe y termine traicionando o perdiendo el elemento revelado, lo divino, la vida de Dios ofrecida, lo central y universal del mensaje evangélico y, en suma, el don sagrado que celebramos.
“La diversidad de las formas explica la unanimidad de la fe”, decía san Ireneo. La disparidad de ritos litúrgicos en la Iglesia católica es un testimonio presente, por tanto, desde los primeros momentos en la historia del cristianismo, de cómo la comunión en el seno de la Iglesia no se realiza en la uniformidad impuesta y en la invariabilidad rígida. La unidad católica se vive, en cambio, en la diversidad que enriquece sin dividir y no pierde lo esencial, permitiendo, a la vez, la acentuación de matices, características o aspectos concretos ligados a una cultura o un contexto histórico particular.
Es justamente esto: el necesario equilibrio entre lo universal y lo particular, entre lo común a todos que, por otro lado, solo puede darse en lo concreto de cada uno, lo que ha permitido a lo largo de los siglos, al contrario de lo que pudiera parecer a primera vista, la permanencia en fidelidad y la profundización en hondura y comprensión en el núcleo común a todos los cristianos: la celebración del Misterio de Cristo, cuya riqueza no puede ser agotada ni completamente contenida en una única fórmula, gesto o palabra humana.
En la Iglesia española se conserva un rito litúrgico propio que se fue fraguando, poco a poco, en los inicios de la evangelización en la Hispania romana y que se consolidó, desde la época visigoda, a lo largo de la Edad Media. Hasta que, por varias razones –sobre todo, históricas e intra-eclesiales–, fue suplantado finalmente por el rito romano. Se trata del rito goto-hispano o hispano-mozárabe.
Índice del Pliego
- Unas aclaraciones previas
- Algunas pinceladas históricas
- Los acentos del “genio” hispano-mozárabe
- El Adviento en la liturgia hispano-mozárabe
- Las venidas del Salvador en humildad y escondimiento
- La última venida en gloria y poder
- Juan el Bautista, eremita y mártir
- Santa María de la Esperanza
- Alumbrando una secreta esperanza para el mundo