Esta es la “Historia de dos vocaciones”: la del cardenal François-Xavier Bustillo, franciscano conventual de origen español y obispo de Ajaccio (Córcega), y la del diplomático venezolano Edgar Peña Perra, Sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: El encuentro de contrarios
- Pliego completo solo para suscriptores
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Nicolas Diat (N. D.). La historia de una vocación es siempre singular. ¿Cómo surgió su llamada a la vida sacerdotal?
Mons. François Bustillo (F. B.). Surgió en el seno de una familia católica. De forma gradual y lineal… No hubo una revelación particular en mi vida; y tampoco viví un momento impactante, como san Pablo.
Crecí en una familia cristiana que alimentó mi fe y me transmitió su solidez. Yo vivía en el País Vasco, cerca de Espelette. Cuando tenía diez años me fui al seminario menor de los franciscanos. Allí descubrí una espiritualidad, a los hermanos, y recibí mi formación. Desperté a un estilo de vida ordenado, regular, estable. Los estudios, los horarios, las tareas, las responsabilidades, me resultaron estructurantes. Cada cual debía limpiar las habitaciones, los pasillos, los baños. El seminario menor fue la época en que se arraigó mi vocación. Entre sus muros conocí a hermanos de una gran caridad. Estos contactos me ayudaron mucho, a la luz del Evangelio, que nos pide: “Vosotros seréis mis testigos”.
En una vocación, si no encontramos “testigos”, nos quedamos en una dinámica conceptual o ideológica un tanto mística. Yo tenía diez años cuando otros partían hacia el noviciado con dieciocho o diecinueve años. Ellos me inspiraron a continuar en este camino y vivir una vida franciscana.
Seminario menor
Evidentemente, en el seminario menor primero asistimos a clase. Pero íbamos a misa todos los días. Las repeticiones de los cánticos, la vida litúrgica, ocupaban un importante lugar.
Estábamos en el colegio para formarnos y aprender a rezar.
En el seminario menor pude encontrarme a mí mismo y estructurar mi vocación. Estoy para siempre muy agradecido a estas personas que me ayudaron a comprender mejor mi fe y me alentaron hasta que cumplí diecisiete años.
Tras el bachillerato marché a Italia.
Con los franciscanos
N. D. ¿Por qué optó por la Orden de los franciscanos?
F. B. Creo que puedo hablar de un encuentro. ¿Qué es el azar? ¡Es Dios, que pasa de incógnito!
Yo estaba en un pequeño colegio público y un franciscano vino a vernos. Pero los motivos que me impulsaron a ir al seminario no fueron muy místicos. Aquel religioso nos dijo que durante el verano pasaríamos una semana de campamento con una piscina, con la posibilidad de dar largos paseos con otros niños. Mis padres me animaron a ir: “Escucha, tú prueba, y luego ya decidiremos”. Ese hermano es hoy en día misionero en Ghana. Nos habló de una manera muy sencilla y yo lo seguí.
Los seminarios menores de esa época se parecían mucho a colegios privados. Yo no estaba lejos de la casa de mis padres, en el precioso valle del Baztán.
Al final de nuestra formación solo tres niños queríamos continuar nuestra vida religiosa. Esa pequeñísima minoría se parecía al “resto” bíblico. Pero conservo felices recuerdos de esos momentos de descubrimiento y de aventura.
Noviciado en Padua
Tras el bachillerato tenía la opción de ir a la universidad o al noviciado franciscano de Italia. Esto último implicaba irme definitivamente de España.
Partí hacia Padua, donde pasé un largo tiempo de formación. En 1986, la aventura comenzaba, cuando yo no tenía todavía ni dieciocho años. No hablaba italiano. Tuve que aprenderlo muy rápido, pero, gracias al latín, al francés y al español, por intuición o por deducción, con errores a veces mortificantes y con frecuencia tontos, conseguí comunicarme con los demás. (…)
Católico de Maracaibo
Mons. Edgar Peña Parra (E. P. P.). Yo nací en una familia católica. Para nosotros, la misa dominical era un momento importante. En Venezuela vivíamos en Maracaibo, en un barrio popular del centro histórico.
Nunca pertenecí al coro de niño ni me comprometí de una manera particular en la vida parroquial. Pero hacia los trece años, con un grupo de amigos, comencé a frecuentar y a unirme a diferentes grupos, sobre todo la coral, el grupo litúrgico y la Legión de María.
Con los grupos de jóvenes de la Legión viví una experiencia extraordinaria: cada viernes visitábamos el hospital, junto a la parroquia, y a las personas abandonadas, e impartíamos catequesis a los niños durante la misa dominical.
A lo largo de estos encuentros me fui acercando a la parroquia y a la vida religiosa. Nuestro cura, un joven sacerdote, tenía un gran carisma. Su padre era alemán, y su madre, venezolana. Era un personaje importante en la ciudad, conocido por todos, ricos y pobres, y muy activo en el mundo de los medios de comunicación. Su vida de sacerdote era ejemplar.
Primera llamada del Señor
A los dieciséis años fui invitado a un retiro con la parroquia. La primera llamada del Señor se había hecho escuchar. Hablé de ello con el cura para pedirle orientación espiritual.
Hacia el final de mis estudios de secundaria tuve que elegir entre estudiar medicina, que siempre había sido mi deseo, e ingresar en el seminario. Y así, el 29 de septiembre de 1978, entré en el Seminario de Santo Tomás de Aquino, de la diócesis de San Cristóbal, para estudiar filosofía. Tenía muchas preguntas y pocas respuestas.
En los Andes, el seminario era excepcional. Estudié filosofía bajo la dirección de los padres eudistas canadienses y de sacerdotes diocesanos. Durante ese maravilloso tiempo comprendí la importancia de los tres pilares de la vida del seminario: la vida espiritual, la vida intelectual y la vida pastoral.
Los padres eudistas eran muy buenos profesores. Recuerdo en especial al padre Cardona, un sacerdote anciano que era el bibliotecario del seminario. Él me enseñó a aprovechar cada minuto del día para crecer y perfeccionarme.
En Caracas
Al final del ciclo de filosofía fui enviado a hacer mis estudios de teología al Seminario de Santa Rosa de Lima, de Caracas. El ambiente en esta gran metrópolis era muy diferente. Había seminaristas procedentes de los cuatro rincones del país. Descubrí esta riqueza con una gran alegría. Todavía hoy, todos los sacerdotes de esta generación se conocen muy bien.
El Seminario de Santa Rosa de Lima nos proporcionó una buena formación. Podría usted preguntarme qué pasó con mis numerosas preguntas… Durante esos años del seminario, nuestro director espiritual nos indicaba el medio de encontrar respuestas confiando en el Señor. Su consejo podría resumirse en una frase: “O te abandonas, o te quedas donde estás”.
Una frase de san Pablo a Timoteo me acompañó y la conservé para mi ordenación sacerdotal: “Sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día” (2 Tim 1, 12). Esta convicción me sostuvo en medio de las pruebas, y así hasta hoy.
Sacerdote… y diplomático
El 23 de agosto de 1985, fiesta de Santa Rosa de Lima, patrona principal de nuestro seminario, fui ordenado sacerdote.
Un mes después de mi ordenación fui enviado como vicario a una iglesia del sur de la ciudad de Maracaibo, Nuestra Señora de Guadalupe, que estaba dirigida por jesuitas. (…)
Un día mi arzobispo me llamó para reunirse conmigo. Me dijo: “El nuncio me ha informado de que has sido escogido para ingresar en la Academia Pontificia Eclesiástica”. Yo pregunté: “¿Y eso qué es?”. Me contestó que era un centro formativo para formar diplomáticos de la Santa Sede, pero que no conocía más detalles. Me aconsejó que reflexionara pronto sobre ello, porque él debía dar una respuesta a la nunciatura apostólica. Y entonces añadí: “¿Qué piensa usted de ello?”. Y él me contestó que no se le dice “no” al papa. Mi arzobispo siempre había sido fiel y obediente. (…)