No por lástima ni pena, sino por compasión, que es bien distinta. Sin dejar de practicar la necesaria caridad, hemos de avanzar en la imprescindible práctica de la justicia; no por condescendencia, sino por causa de la ética universal que brota de la compasión.
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Comienzo por el final del título. La compasión no es sentimentalismo, ni siquiera empatía. Es la experiencia matriz y motriz que, por encontrarse con la víctima, genera un comportamiento ético de asistencia paliativa y de justicia restaurativa, juntas. La filosofía moral no confesional asume y propone como el mejor ejemplo compasivo el comportamiento del samaritano de la parábola cristiana.
Jesús propone recorrer las mismas etapas que desarrolló el samaritano (Lc 10, 33-37): a) detener su rumbo para hacerse cargo; b) paliar el sufrimiento de la víctima asistiéndola con sus recursos materiales; c) incorporarlo en sus estructuras propias; d) comprometer a otras estructuras, transformándolas; e) hacer el seguimiento de esas estructuras ya transformadas, para que concluyan su nueva función de restauración integral.
Todo esto comprendiendo al samaritano como sujeto individual. ¿Qué ocurre si lo comprendemos como sujeto comunitario? Ya hay sugerencias para la configuración compasiva de la Iglesia y de la sociedad, y puede y debe haber más.
El samaritano pudo haber proseguido su camino tras mitigar con sus recursos la exhausta infraexistencia de la víctima. De haberlo hecho así, sin duda que puso a disposición del sufriente lo que en ese momento disponía, pero lo hubiera dejado “a su suerte” (más propiamente, a la suerte de los salteadores); no hubiera reparado su injusticia, la víctima hubiera quedado permanentemente al borde del camino, ‘injusticiada’.
Hay quienes dicen que la caridad asistencial encubre la injusticia. En realidad, la deja “al descubierto”; porque la desatiende, la descuida, como si la justicia no fuese de su incumbencia. Los cristianos hemos de comprender que, en las acciones eficaces que operan en esos tres ámbitos –asistencialismo, promoción humana y cambio de estructuras–, se manifiesta la acción salvífica de Dios. Seguimos a Jesús sanador, liberador e inclusivo; a hacer lo mismo estamos llamados.
Estos ámbitos de la caridad no son “fases”, al estilo de la “desescalada”, sino que hemos de practicarlos simultáneamente. Incluso quien los comprendiese como fases de un proceso, no debiera quedarse estancado en la primera ni en la segunda… habrá de llegar a también a la tercera. Los empobrecidos no se van a terminar nunca (“a los pobres los tendréis siempre con vosotros”), porque seguirá habiendo bandidos que los expolien. No se trata, entonces, solo de mitigar el sufrimiento y la necesidad de los empobrecidos –que hemos de seguir haciéndolo con todos nuestros medios–, sino también, y a la vez, de imposibilitar estructuralmente la acción de los bandoleros locales y globales; y esto se logra con mayor justicia.
La caridad es necesaria, pero mantiene la dependencia. La justicia procura la emancipación. La Iglesia practica bien la caridad, tanto personal –a través de sus miembros– como institucional –mediante sus organismos–. Pero la propia Iglesia propone más. La instrucción pastoral ‘Los católicos en la vida pública’ (1986), de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), presenta la caridad política como la dimensión social y pública de la vida teologal de la persona cristiana. Ahí se afirma que la caridad política no trata solo ni pretende suplir las deficiencias de la justicia, aunque, en ocasiones, sea necesario hacerlo. “Ni mucho menos se trata de encubrir con una supuesta caridad las injusticias de un orden establecido y asentado en profundas raíces de dominación o explotación. Se trata más bien de un compromiso activo y operante (…) en favor de un mundo más justo y más fraterno, con especial atención a las necesidades de los más pobres” (CVP 61).
La instrucción pastoral ‘Iglesia, servidora de los pobres’ (2015), de la CEE, solicita cultivar una sólida espiritualidad, alimentada en la Eucaristía, que dé consistencia al compromiso social sin contraponer el esfuerzo por la justicia social y la vida espiritual. “Evangelizar en el campo social es trabajar por la justicia y denunciar la injusticia. Nuestra caridad no puede ser meramente paliativa, debe ser preventiva, curativa y propositiva. (…) Esto implica que el amor a quienes ven vulnerada su vida, en cualquiera de sus dimensiones, requiere que socorramos las necesidades más urgentes, al mismo tiempo que colaboramos con otros organismos e instituciones para organizar estructuras más justas” (ISP 42).
Hemos de afrontar el reto de una economía inclusiva, superando el actual modelo de desarrollo, planteando alternativas, cuestionando el modelo de crecimiento cuando no tiene en cuenta el bien común, dando relevancia a los empobrecidos en las políticas económicas, reduciendo desigualdades como un objetivo prioritario de la sociedad, y realizando experiencias de economía social y de comunión.
“Los servicios de beneficencia se han multiplicado tanto que en ocasiones han restado tiempo y disponibilidad para poder atender a tareas tan importantes como el acompañamiento y la promoción de la persona. Este segundo nivel de asistencia, junto con la erradicación de las causas estructurales de la pobreza, constituyen las metas superiores de nuestra acción caritativa. (…) La pobreza no es consecuencia de un fatalismo inexorable, tiene causas responsables. Detrás de ella hay mecanismos económicos, financieros, sociales, políticos…; nacionales e internacionales. ‘Un enfrentamiento lúcido y eficaz contra la pobreza exige indagar cuáles son las causas y los mecanismos que la originan y de alguna manera la consolidan’. Tenemos los medios para superar la pobreza. Los principales obstáculos para conseguirlo no son técnicos, sino antropológicos, éticos, económicos y políticos” (ISP 46 y 48).
¿Y si fuese samaritana la sociedad (bien porque cada miembro de esa sociedad lo es, o bien porque “ella en sí” ha asumido ser samaritana aunque alguno de sus miembros no quiera serlo individualmente)? Pues esa sociedad samaritana transformará las estructuras que forman parte de sí misma y, para ello, dispondrá de sus recursos, sus denarios, sus dineros. Hemos de interpretar hoy esos denarios no como una limosna añadida, sino como la justa tributación fiscal que sirve para sostener los necesarios medios restaurativos para la sociedad, mediante los cuales poder devolver a las víctimas aquello de lo que fueron despojadas pero que les corresponde como personas. Como nos recuerda Carlos García Andoin: “La Iglesia puede y debe contribuir a un cambio de mentalidad sobre la fiscalidad. A la legitimación ética de la contribución fiscal. Es el principal instrumento de solidaridad y redistribución de la riqueza. Hacienda no es el ogro voraz al que burlar, sino la Cáritas política. La mayor organización de la caridad institucional. No tiene comparación”.
No estoy diciendo solo que, cuanta más justicia social logremos, menos asistencialismo habremos de repartir, que así es. Sostengo con la Iglesia que, cuanta mayor justicia social logremos mediante la política, estaremos practicando la caridad en su forma suprema. Francisco reclama como necesario “¡que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común” (EG 205).
Indice del Pliego
CARIDAD PALIATIVA Y CARIDAD POLÍTICA
EUCARISTÍA
PANDEMIA
JUSTICIA
POLÍTICA Y EVANGELIZACIÓN