La canonización de Carlos de Foucauld, proclamado beato en el año 2005, es un acontecimiento esperado desde hace tiempo no solo por su familia espiritual sino por amplios sectores de la comunidad cristiana. Ante este tipo de eventos, con frecuencia multitudinarios, conviene señalar que, cuando la Iglesia canoniza a una persona, no le otorga un título póstumo de gloria; más bien, reconoce en su itinerario vital las trazas inequívocas del Espíritu. De la vida de los santos se desprenden variados acentos que iluminan el caminar de cada generación cristiana.
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En el caso de Carlos de Foucauld, tales acentos abarcan una amplia variedad de registros: la oración y la justicia, la eucaristía y la hospitalidad, la amistad y el diálogo interreligioso, el desierto y la fraternidad universal… Siguiendo su estela, insistiendo en uno u otro de estos rasgos, numerosas ramas de la familia espiritual de Carlos de Foucauld florecen hoy en día en los cinco continentes.
Pero, más allá de aquellas personas que viven como discípulas explícitas del “marabú cristiano”, el testimonio de Carlos de Foucauld esconde una fuerza inaudita para alimentar la misión evangelizadora de toda la Iglesia. Su camino espiritual consistió en querer vivir una identificación cada vez más plena con Jesús, en la proximidad con quienes se hallaban más alejados de la Buena Noticia. Por ello, su búsqueda se convierte en legado para todo el Pueblo de Dios: Carlos de Foucauld nos muestra que la santidad consiste en volver al Evangelio para compartirlo más allá de toda frontera.
Carlos de Foucauld llega al mundo en Alsacia (Francia) en 1858, en el seno de una familia acomodada. Tras el nacimiento de su hermana Marie, cuando apenas tiene cinco años y medio, sufre la muerte de sus padres; desde entonces, él y su hermana son acogidos y educados con cariño por sus abuelos maternos y el resto de la familia. Durante la adolescencia, influido por la lectura asidua de los autores ilustrados, pierde la fe.
De Francia a Marruecos
Al orientar su futuro, decide emprender la carrera militar, en la que encuentra grandes amigos, y se convierte en oficial de caballería; sin embargo, el ritmo del cuartel en época de paz le aburre y adopta durante un tiempo una vida desordenada. Finalmente, prefiere pasar a la reserva y abandonar la actividad en el ejército para dedicarse a viajar, aprovechar su juventud e instruirse. Con esta finalidad, prepara y realiza cuidadosamente una exploración en Marruecos, cuyos resultados le valdrán el reconocimiento de la comunidad científica.
A su regreso de Marruecos, instalado en París, Carlos se siente acogido con gran cariño y sin reproches por su familia, a pesar de la vida azarosa que había llevado hasta entonces. El testimonio silencioso de su tía Inés y su prima Marie, mujeres profundamente creyentes, le interroga. Al mismo tiempo, comienza a sentirse misteriosamente atraído hacia las iglesias y pasa ratos en ellas rezando una extraña oración: “Dios mío, si existes haz que te conozca”. El encuentro con el P. Huvelin, que se convierte en su director espiritual, será un elemento decisivo en este proceso de conversión.
La fe de los musulmanes que conoció en Marruecos había impresionado al joven explorador. Ahora, una vez que ha descubierto la figura de Jesús, toda su vida queda polarizada por este amor y, tras algunas búsquedas, decide ingresar en la Trapa para seguir lo más de cerca posible a Jesús. No obstante, poco a poco va comprendiendo que su llamada personal no puede realizarse en ese marco monástico y, al cabo de siete años, deja la orden y se va a vivir a Tierra Santa. Allí, como sacristán de las clarisas de Nazaret, tratará de reproducir literalmente la misma vida de Jesús.
Sacerdote entre musulmanes
Sin embargo, de manera progresiva se despierta en él la llamada a ser sacerdote y a vivir su ministerio entre las personas más alejadas de la fe cristiana, aquellos musulmanes que había conocido durante su exploración en Marruecos. Ordenado en 1901, pasará el resto de su vida en el Sáhara argelino.
Los primeros años en Beni Abbès, al norte, toma conciencia de la injusticia que supone la esclavitud, alza la voz y se compromete en la liberación de ciertas personas, siente crecer en su interior el deseo de ser hermano de todos, “hermano universal”. A partir de 1905, instalado en Tamanrasset, va haciéndose amigo de los tuaregs, la población local. Con gran esmero, e invirtiendo mucho tiempo y energía, se dedica a estudiar su lengua y su cultura, y a establecer relaciones de amistad con ellos y con todas las personas que se cruzan en su camino: militares, visitantes, miembros de su familia…
Luz en las sombras
El gran deseo de Carlos de Foucauld es dejar que la presencia de Jesús irradie a través de su propia existencia, menos con la palabra que con la presencia y la amistad. En su biografía aparecen muchas sombras que, vividas de cara a Dios, no impiden el paso de la luz; es un “hermano inacabado” que sale al encuentro de nuestras fisuras a partir de sus propias grietas.
Casi ninguno de los proyectos que formuló llegó a ver la luz. Las personas con las que convivió a diario no se convirtieron jamás al cristianismo. Asesinado en 1916 en Tamanrasset, su vida puede verse como un fracaso inútil si nos fijamos únicamente en los resultados. Sin embargo, cuando observamos de cerca su itinerario, descubrimos en él ciertas claves que le condujeron a la santidad porque le incitaron a volver una y otra vez al Evangelio. Y esos rasgos, aparentemente borrados en la arena del desierto, siguen indicando el camino a la Iglesia del siglo XXI.
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Índice del Pliego
PINCELADAS BIOGRÁFICAS
LAS CLAVES DE SU PROYECTO
1. Dejarse fascinar
2. Creer en el testimonio de la propia vida
3. Reavivar la urgencia misionera
4. Vivir en “contacto”
5. Iluminar nuestros iconos interiores
- Betania, ternura y perfume
- La visitación, presencia en movimiento
- Nazaret, valor de lo ordinario
6. Desde la esperanza