Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.170
Nº 3.170

Carta a todas las mujeres y hombres viri-coronables: “Ánimo, no tengáis miedo” (Mc 6, 50)

Hermanas y hermanos:

Las cosas deben ser bastante serias cuando hasta Vida Nueva –a la que no suele faltarle olfato– me pide una reflexión con dimensiones de Pliego y no de simple comentario. Como soy de tierra de fallas, y creo que el humor es una de las cosas más serias de la vida, espero no banalizar demasiado si, para quitar el miedo, comienzo con una historia de esas que hacen sonreír.



Allá por el año 1956, el arzobispo-obispo de Barcelona, D. Gregorio Modrego, regresaba de Madrid en un avión cuando, a la mitad del camino, el aparato comenzó a dar unos saltos más que alarmantes. No sé si se oyó eso de “abróchense los cinturones”, pero, aun sin eso, el arzobispo vio que una azafata intentaba caminar por el pasillo y aprovechó para preguntarle: “¿Pasa algo?…”.

La pobre muchacha, viéndolo tan encapisayado, no encontró mejor respuesta que un: “No se preocupe, Excelencia, que estamos en manos de Dios”. Y al bueno de don Gregorio le salió espontáneamente del fondo del alma: “¡Pues sí que estamos mal!”.

La historia tiene su miga para nosotros. Porque estar en manos de Dios no significa que Él vaya a sostener el avión o a aniquilar al COVID-19. Pero puede significar que, a pesar de eso, ni el accidente aéreo ni la peste vírica son la última palabra de nuestras vidas. E incluso que su gravedad no depende exclusivamente de lo que ellas son, sino también de cómo logremos encajarlas nosotros, con la ayuda del Señor.

Esto nos da una pauta previa para reflexionar: hemos de procurar mirar todos los aspectos, aunque parezcan contradictorios, como el terror del que se dice realista y la paz del que nos parece insensato. Tengo cada vez más claro que ningún tema puede tratarse sin mirar de atender a todos sus aspectos. Por eso prefiero este género epistolar: porque es más abierto que un tratado concluso. Y, si yo me dejo algún aspecto, siempre os quedará la posibilidad de añadirlo vosotros. Intentemos ser bien conscientes de eso al comenzar estas reflexiones.

Las verdades parciales, que suelen ser mentiras globales, son uno de los grandes males de nuestra hora en el que deberíamos procurar no caer. Y si no, pensad en un político que, al salir del gobierno, publica un libro titulado ‘Una España mejor’. Precioso motivo para sentirse orgulloso, ¿no? Pero verdad muy parcial. El auténtico título debió decir: “Una España mejor para el 28% de los españoles”. Y también una España peor para muchas clases medias, o para buena parte de la clase obrera que solo ha podido llegar a fin de mes si contaban con algunos ahorros de los padres, y para miles de españoles que han tenido que salir a buscarse la vida fuera del país. ¿Era esa una España mejor o una España mucho peor? He aquí la gran importancia de considerar todos los aspectos de cada problema.

Porque semejante modo de mentir no era exclusivo de ese buen señor, sino que es intrínseco al sistema y a la cultura del momento. Me acuerdo ahora de la frase de Milton Friedman, Premio Nobel de Economía: “La misión social de la empresa es obtener beneficios”. Suena como si de esa manera hubiese pastel para todos. Pero se calla que esos beneficios no los consigue la empresa más que a condición de repartirlos solo entre propietarios y accionistas y robando al obrero. La verdad total será que la obligación social de la empresa es empobrecer a los trabajadores. Pero decirlo así equivalía a poner de relieve la injusticia del sistema. Y eso no podía hacerlo quien era un gran defensor de este sistema injusto.

Medias verdades, grandes mentiras. He comenzado por aquí con la idea de que estas reflexiones traten de ser totales. Desde ese empeño de considerarlo todo, debemos comenzar reconociendo, contra muchos tranquilizadores simplistas que, efectivamente, hay razones para el pánico.

Hace dos días asistí a una proclama tajante de una señora ya mayor, atea de origen católico (que estas suelen ser de la triple A: ateas, apostólicas y antirromanas), y que se reía en voz alta de todo el pánico que está creando el coronavirus: porque ella, atea y todo como era, no tenía ningún miedo a la muerte, como todos esos seres inferiores.

“Pero mamá –le respondió su hijo– es que el miedo no es a tu propia muerte, sino a la de tus seres queridos: puedes perder un hijo, un marido, una amiga grande, un nieto y quizás hasta dos seres queridos a la vez…”.

La buena señora intentó responder con un matiz de esos que comienzan “bueno, sí, pero…”, para aclarar que este virus solo afecta a las personas mayores como ella. Pero resulta que, a hora de hoy, tampoco eso es verdad. Y que el dichoso virus puede afectar también a los niños.

Cuento la anécdota porque justifica el título de este apartado. Lo dramático del morir no es la muerte propia, sino la de los seres queridos. Prescindamos de si es verdad eso que dicen algunos de que el miedo a la muerte lo llevamos todos en la naturaleza: porque la vida tiende a afirmarse y porque el miedo no es a desaparecer, sino a lo que puede haber detrás de la muerte y que nosotros desconocemos. Prescindamos también de si nuestra cultura intenta de todos modos ocultar ese miedo. Pero, aun prescindiendo de eso, queda otro miedo mucho más limpio: el pavor a perder a los seres queridos.

Y, sin embargo, este segundo miedo suele provocar reacciones muy distintas del otro. El pánico ante la propia muerte puede acabar cegándonos. Mientras que el miedo a la muerte de los seres queridos suele ponernos activos. Como si intuyéramos que a nosotros no podemos salvarnos, pero a los otros quizá sí podamos salvarlos. Y, encima, ser salvador resulta mucho más gratificante que ser cobarde. (…)


Índice del Pliego

1. A manera de prólogo: “toda la verdad”

2. Razones para el pánico

3. “Que no cunda el pánico”

4. El pecado original

5. El lado bueno

6. Cuaresma laica

7. A los amigos del Opus Dei

8. A modo de apéndice

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