A sus 81 años de edad, viajaba en litera acompañado de la nobleza, el Consejo de Estado y el infante don Fernando por Castilla al encuentro del nuevo rey, Carlos I de España, que acababa de desembarcar procedente de Flandes para ocupar sus reinos. Iba el regente Cisneros gravemente enfermo, extremadamente flaco y muy abrigado, con una bola de plata entre sus manos que contenía ascuas para calentarse y con botas en sus pies habitualmente descalzos.
Algunos rumores, al parecer sin fundamento, achacaban su dolencia a haber ingerido una trucha envenenada; aunque la mayoría la atribuía a su avanzada edad y, sobre todo, al desaire del nuevo rey que, influido por sus consejeros flamencos, avanzaba en zigzag por tierras de España para evitar encontrarse con el regente, que solo pretendía aconsejarle sobre el gobierno y entregarle intacto el legado de los Reyes Católicos, que con tanto celo había preservado para su nieto.
Unos días después, tras pasar por su natal Torrelaguna, Aranda de Duero –donde se había declarado la peste– y el convento de La Aguilera, el cardenal arzobispo de Toledo Francisco Jiménez de Cisneros fallecía en Roa entre las tres y las cuatro de la tarde del 8 de noviembre de 1517, huésped en el palacio de los condes de Siruela, sin poder haber abrazado a su rey. Sus últimas palabras fueron: ‘In te Domine speravi, non confundar in aeternum’.
A los 500 años de su muerte, Cisneros sigue siendo uno de los personajes más polémicos y enigmáticos de nuestra historia, discutido por sus aparentes contradicciones, estudiado por eruditos de todo el mundo, alabado y denigrado, y muchas veces presentado a través de tópicos simplificadores y caricaturas inadmisibles. ¿A cuál de esas imágenes responde históricamente? ¿A la de un advenedizo ambicioso y testarudo que, por obtener un beneficio eclesiástico, estuvo en la cárcel siete años? ¿A la del místico que desde sus cargos en Sigüenza se retira del mundo como ermitaño franciscano renunciando a todo?
¿Qué figura predomina después: la del confesor real, el reformador religioso, el tajante e intransigente bautizador de moros a destajo, o el mecenas de las artes y culto fundador de la Universidad de Alcalá por la publicación de su monumental Biblia Políglota Complutense en la que le ayudaron insignes judíos conversos?
¿Qué prevalece: el abnegado pastor de su diócesis o el político que interviene como consejero de Isabel y Fernando para ser luego dos veces regente y en la práctica rey de España? ¿Cómo se compaginan la extremosa austeridad en su vida personal y la conciencia de poder del comandante que conquista personalmente la ciudad de Orán? ¿Qué olor prefería realmente, el del incienso o el de la pólvora? ¿Y de sus vestidos, cuál de ellos era más suyo: el tosco sayal que llevaba pegado a la piel o la púrpura cardenalicia con que se cubría?
Índice del Pliego
- 1. Polémico y enigmático
- 2. De la Roma de los Borgia a la cárcel arzobispal
- 3. Un confesor para doña Isabel
- 4. Arzobispo, inquisidor, cardenal y comandante
- 5. Su mejor monumento: la cultura
- 6. El regente, una figura de consenso