(Ángel Moreno, de Buenafuente) En el tiempo de Adviento de 2007 (VN, nº 2.591) reflexioné sobre el desierto, itinerario paradigmático en el proceso espiritual, a la manera del pueblo de la Alianza, del mismo Jesús y de quienes a lo largo de los siglos han sentido la llamada a su seguimiento. En definitiva, la propuesta de unas claves cristianas para la travesía de la existencia.
Al proponer la vía del desierto, en principio, parecería favorable a los caminos independientes, solitarios, en los que impera el subjetivismo o se pueden hacer proezas heroicas. Sin embargo, en la Cuaresma de 2008 (VN, nº 2.603) se publicaba mi segunda reflexión sobre el acompañamiento espiritual y la necesidad de un maestro o acompañante para el trayecto evangélico, especialmente en momentos de encrucijada. Tema de actualidad, después de unos años un tanto autodidactas.
En este tercer trabajo, precisamente como aplicación de alguna de las enseñanzas de los maestros espirituales, abordo la necesidad que tiene el ser humano, al relacionarse con Dios, no sólo de atravesar las latitudes del desierto y de contar con el apoyo del acompañante o maestro espiritual, sino también de implicar la propia corporeidad como posibilidad histórica de su relación creyente y teologal o, como le oía a mi madre en los momentos más importantes, de poner los cinco sentidos.
Pliego íntegro, en el nº 2.671 de Vida Nueva (del 1 al 28 de agosto de 2009).