Dios está siempre presente en el camino de nuestra vida, en las penas y en las alegrías podemos percibir su discreta cercanía, la presencia viva de Jesús. Dios suscita en nuestro interior esa voz que nos dice que está ahí, que nos está esperando. La presencia de Dios es viva, es una presencia real. Cuando invocamos a Dios, Él ya nos estaba buscando antes. Siempre es Dios el primero que toca, el primero que invita, el que llama antes, aunque sea en el susurro de un pensamiento percibido a medias.
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Sin embargo, es verdad también que, muy a menudo, nos puede pasar como a los discípulos de Emaús, que no lo reconocían. A veces, buscamos con cierta ansiedad, y con cierto reclamo: “Señor, ¿dónde estás?, ¿acaso te has olvidado de mí? Buscamos a Aquel que nos busca, experimentamos la necesidad de Dios, de su persona y de su presencia misteriosa. Deseamos, tenemos sed y hambre de Dios, necesitamos su consuelo, su luz y su gracia, pues de otro modo sentimos que desfallecemos como los judíos en el desierto.
En el Evangelio, Jesús nos revela su misterio, que atañe a nuestra vida concreta: es Él quien llama, es Él quien busca, es Él quien nos atrae. ¿Y a qué nos atrae Dios? ¿A qué nos llama? A creer en Jesús, a tener fe, porque el que cree tiene la vida eterna, es decir, la vida del Eterno. Con demasiada frecuencia, pensamos –y creo que de manera errónea– que la vida eterna es algo que concierne y se alcanza al final de nuestra vida. Una especie de premio por todo lo bueno que hicimos y lo malo que tuvimos que soportar. Sin embargo, no es exactamente así: la vida eterna ya ha comenzado, la vida del Eterno se vive en nuestro interior, cuando creemos, cuando profesamos nuestra fe, cuando decidimos dejarnos transformar y alimentar con el Pan de su palabra, con el Pan vivo bajado del cielo que recibimos en la Eucaristía.
¿Quién busca a quién?
Dios no es el resultado de nuestra búsqueda o de un puro convencimiento racional. La trascendencia de Dios es inalcanzable con el esfuerzo de la razón. Entonces, en la búsqueda de Dios, ¿quién busca a quién? ¡Ya hemos adelantado algo!
En la búsqueda de Dios, el ser humano inicia un camino hacia lo alto, hacia lo desconocido, no sabe lo que encontrará al final del camino; quizás lo sospeche o lo intuya, pero es un caminar en la oscuridad. El camino de Dios es diverso, es un itinerario planeado hacia el hombre, pero es un camino descendente: Dios se abaja para buscar al hombre, se le manifiesta, se da a conocer a sí mismo y le sale al encuentro. Lo celebrábamos hace poco en el misterio de la Navidad y de la Epifanía del Señor.
Camino descendente
El misterio de Jesús nos llena de admiración, de asombro. Dios se hace hombre, se hace accesible, se deja encontrar, se hace carne y huesos, tiene hambre y sed, se cansa y necesita comer y dormir, sufre y llora por tanto dolor que ve: guerras, genocidios, persecuciones, maltrato, injusticias, trata de personas y menores… Sufre cuando nos ve sufrir y, por eso, se compadece hasta lo más profundo de sus entrañas. Jesús es el Dios del camino descendente, se anonadó, se hizo pequeño, niño en pañales semejante a nosotros, menos en el pecado. Dios se hace cercano a cada uno de nosotros, se hace ternura y calidez, fragilidad y compasión. ¡Bendito sea nuestro Dios!
¿Quién busca a quién? La primacía siempre es de Dios, su gracia se adelanta siempre –pero con respeto y sin prepotencia– a la iniciativa del hombre. Por eso es más propio afirmar que, antes de que el hombre se calce los zapatos para salir en busca de Dios, Este ya está en camino hacia él. Porque, en realidad, es Dios quien nos busca.
Una gracia interior
Antes de que el hombre pueda creer y confesar que Jesucristo es Dios, debe haber en él una luz, una gracia interior, que Dios le conceda. En este sentido, Dios es la única causa de todos nuestros buenos deseos y búsquedas en el desierto de nuestra vida espiritual. Podemos buscar a Dios porque ha sido Él quien ha puesto en nosotros deseos de dar con Él: “Ninguno puede venir a mí si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero” (Jn 6, 44). Es decir, el deseo y la atracción de Dios emanan del propio Dios. Sin embargo, el resultado de ese deseo y atracción es nuestra adhesión libre y amorosa, es nuestra respuesta de seguir a Dios, y esa es nuestra búsqueda más libre y genuina.
¿Por qué Dios necesita atraernos en todo? Sinceramente, porque si no lo hiciera, nunca llegaríamos a la salvación que el mismo Dios nos ofrece. La humanidad, después del pecado, no tiene la capacidad de acercarse a Dios, ni siquiera tiene el anhelo de hacerlo. ¿Y esto a qué se debe? Porque el corazón del hombre está endurecido y su mente entenebrecida, el hombre no reconciliado no desea a Dios y, a veces, se transforma en su enemigo (cf. Rom 5, 10). Por lo tanto, somos salvados solo por el hecho de ser atraídos por Dios de una manera misericordiosa y bondadosa.
Refugio y consuelo
En la conversión del pecador, en nuestra propia conversión, Dios ilumina nuestro entendimiento (cf. Ef 1, 18), inclina nuestra voluntad hacia Él mismo, e influye en el alma para que no quede en las tinieblas y en rebeldía contra Dios. No estamos llamados a ser enemigos de Dios, sino sus amigos.
A menudo, la búsqueda de Dios está vinculada al deseo de encontrar un sentido más profundo en la vida. La creencia en la existencia de Dios nos puede proporcionar, incluso, un marco de referencia para entender el propósito y el significado de la existencia. En momentos de dificultad y de gran tribulación, la búsqueda de Dios puede ser un intento de encontrar refugio y consuelo. Muchas personas recurren a la espiritualidad en momentos de crisis en busca de apoyo y orientación. Encontrar a Dios puede representar un proceso de transformación personal y de conversión al Señor. Implica cultivar virtudes como el amor, la compasión y la empatía, y esforzarse por vivir de acuerdo con unos principios éticos y espirituales según las máximas del Evangelio. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (cf. Jn 14, 15-21). (…)
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Índice
Tiempo de Cuaresma, un camino hacia el misterio de Cristo
Hallar a Dios: ¿quién busca a quién?
“¿Qué buscáis?” (Jn 1, 38)
“Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38)
Jesús nos invita a la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15)
El amor, camino para encontrar a Dios
María de Nazaret, inspiración para el seguimiento de Cristo
Conclusión