La expresión lectura creyente procede de los movimientos especializados de Acción Católica, pero, a pesar de su ya larga vida, no ha logrado popularizarse. Sin embargo, somos muchos los que creemos que ella es lo que identifica el lenguaje cristiano. Esta afirmación justifica las páginas que siguen: esta introducción y las lecturas creyentes que conforman este Pliego.
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Ya se ha apuntado muchas veces que Jesús comienza su predicación anunciando la cercanía del Reino de Dios y, más adelante, hará notar que ya está en medio de nosotros. No se ha recalcado tanto, sin embargo, que, aparte de su predicación y algunos gestos milagrosos, nada nuevo acontece en la sociedad palestina ni tampoco en el mundo en general.
¿Qué es, por tanto, lo que aporta la llegada de ese Reino? Pues nada menos que la presencia de la trascendencia de Dios en las personas y los acontecimientos. Cada uno de ellos se ha convertido en un sacramento y el mundo entero, en una parábola de Dios. Con su intuición de místico, san Juan de la Cruz lo formuló magistralmente:
“Mil gracias derramando
pasó por esos sotos con presura
y yéndolos mirando,
con sola su figura,
vestidos los dejó de su hermosura”.
(‘Cántico Espiritual’)
La hermosura del Reino
Pero, ¿no decimos que el mundo es autónomo y, por tanto, profano? Sí, sin duda alguna. Esa profanidad que ha resaltado la Ilustración estaba ya desde siempre en el pensamiento cristiano. La llegada del Reino no hace al mundo sagrado, no es el anuncio de ninguna forma de panteísmo. Sí lo viste, en cambio, de su hermosura. Teilhard de Chardin, científico y contemplativo, lo expresaba de este modo:
“La manifestación de lo divino no modifica el orden natural y aparente de las cosas (…). Como esas materias traslúcidas, que quedan iluminadas por un rayo de luz que en ellas se encierra, el mundo, para el misterio cristiano, aparece bañado de luz interna que intensifica su estructura, su relieve y su profundidad. Esta luz no es el matiz superficial que puede ser captado por una grosera sensación, tampoco es el brillo crudo que hace desaparecer los objetos y ciega la vista. Es el sereno y poderoso resplandor generado por la síntesis en Jesús de todos los elementos del mundo (…). Si se nos permite modificar ligeramente una expresión sagrada, diremos que el gran misterio del cristianismo no es exactamente la Aparición, sino la Transparencia de Dios en el universo. ¡Oh! Sí, Señor, no el rayo de luz que pasa rozando, sino el rayo que penetra. No tu Epifanía, Jesús, sino tu Diafanía”.
De los profetas a Jesús
En ocasiones, se ha hecho notar que el pueblo judío –y así se muestra en la Biblia– fue el único pueblo que fue acompañando su historia de una lectura creyente. La primera no se diferencia mucho de la de otros pueblos, con sus guerras, sus conquistas, sus crueldades…, pero la lectura creyente le otorga un papel único.
Esta lectura es al comienzo poco sutil (si se gana una batalla, ha sido la ayuda de Dios; si se pierde, un castigo por los pecados), pero, poco a poco, se va haciendo más aguda, más refinada. Piénsese, por ejemplo, en la palabra de los profetas en la época del exilio. Por desgracia, cuando Jesús llega, las autoridades religiosas son incapaces de hacer la lectura que hace, en cambio, el centurión romano: verdaderamente en Jesús estaba Dios. Quien le veía a él, veía al Padre.
En sus cartas, la primitiva Iglesia nos anima a hacer esa lectura creyente: “Lo que han visto nuestros ojos, lo que hemos escuchado, lo que han tocado nuestras manos (…) del Verbo de la Vida, eso os lo contamos para que vuestra alegría sea perfecta” (1 Jn 1, 1ss).
Encontrar la trascendencia
Muchas veces, el discurso cristiano corre el peligro de decir las mismas cosas que dice el mundo, en ocasiones con retraso. Solamente mostrará su originalidad si es capaz de hacer en cada acontecimiento una lectura creyente. Buscad el Reino de Dios, encontrad la trascendencia que habita en todas las cosas, y el resto se os dará por añadidura.
Conectar con la vida, con uno mismo, con la trascendencia, cada día, desde y con el amanecer.
Enfrentarme al estreno del día tiene una primera prueba que superar, y es no dejarme llevar por el impulso inicial de encender el móvil como primer acto del día: ¿habrá algún mensaje “importante”?, ¿cómo habrá avanzado aquella noticia o acontecimiento que ayer me entretenía?, ¿algún saludo mañanero de alguien que se acuerde de mí? No caer en esa tentación me exige lograr la otra conexión deseada.
Conectar con la vida
Cuando consigo pasar del móvil y centrarme en la oración como primer acto del día, me siento mejor, más conectado a mi interior y a la vida, con más energía y motivación para orientarme a lo que más me importa y que ha sido costumbre desde mi adolescencia: la conexión con la vida y la naturaleza, conexión conmigo mismo y con la trascendencia que siento me habita: un primer acto orante de recogimiento y de saborear el silencio en ese despertar al mundo diario.
‘Conectar-me’ en la oración es para mí la garantía de ir aprendiendo a mirar con otros ojos la realidad. Mi mirada es entonces cuando adquiere otro sentido, otra conciencia de los actos cotidianos, otra profundidad, lo diario como novedoso, realidades que serán hitos en la cartografía de mi existencia. “Oh Dios, tú eres mi Dios, a ti te busco, mi alma tiene sed de ti; en pos de ti mi carne languidece cual tierra seca, sedienta, sin agua” (Sal 63).
Así, empezar el día, bien sea con la lectura del evangelio o con cualquier otro tema orante, me ayuda a ponerme en la presencia agradecida de ese Padre creador: “Al despertar, Señor, me saciaré de tu presencia” (Sal 16). (…).
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Índice del Pliego
CADA MAÑANA, CONECTAR CON LA VIDA
LOS OBJETOS COMO SACRAMENTO
CAMINO DE SANTIAGO
ANTE LAS OBRAS DE ARTE
VISITANDO A MI MADRE
LA RELACIÓN CON LAS PERSONAS
HILOS DE ORO EN MI VIEJO TAPIZ, por Dolores Aleixandre, RSCJ