El fenómeno de la pederastia en la Iglesia ha sido una catástrofe y un fracaso para la institución. Una ‘catástrofe’ porque ha provocado una crisis equiparable al terremoto de la Reforma en el siglo XVI. Un ‘fracaso’ por las deficiencias en la gestión de la corrupción de algunos de sus miembros, que en ocasiones ocupaban un elevado rango eclesial.
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En el modo de entender –y, por ello, de afrontar– el escándalo se han dibujado dos posturas: una de ellas ponía el foco en el pecado de los culpables, por ser infieles a la vocación que habían asumido; la otra ponía el acento en el abuso de poder ejercido sobre las víctimas, apoyándose en su condición de superioridad sobre ellas.
Ambas interpretaciones no son incompatibles. No obstante, la primera de ellas no tiene en cuenta de modo suficiente las raíces del problema y, por ello, no podría ofrecer la terapia adecuada. La segunda, por el contrario, conduce a hablar de “fallos sistémicos” en la estructura eclesial, lo cual reclama soluciones más profundas y de más largo alcance. No podemos olvidar que el crimen de la pederastia ha ido acompañado de la práctica del encubrimiento, apelando a la salvaguarda de la buena imagen de la Iglesia. ¿Cuáles son los mecanismos que han hecho posible esta actitud, que ha acabado agravando el problema y justifica que se hable de un “problema sistémico”?
Abuso de poder
El papa Francisco, siguiendo el camino abierto por Benedicto XVI, ha afrontado con decisión el problema, dando un paso significativo respecto a su predecesor: ha puesto el foco en ‘la lógica subyacente al encubrimiento’, y ha denunciado el abuso psicológico que proviene de un ‘ejercicio pervertido del poder’ en la Iglesia. La postura decidida de Francisco ha hecho posible un debate de hondo calado de cara a encontrar la cirugía para una enfermedad que daña tan fuertemente la credibilidad de la Iglesia, su condición de sacramento del amor trasparente de la Trinidad.
A nuestro juicio, esta es la perspectiva adecuada. Y en ella conviene destacar un aspecto que no ha sido suficientemente puesto de relieve: el abuso psicológico implica siempre un atentado contra la libertad de la víctima. La medicina contra la enfermedad de los abusos ha de ser, por tanto, la valoración y la potenciación de la libertad de todos, para que puedan oponerse a los abusos de poder.
Fallo sistémico
El encubrimiento de los pederastas ha desvelado un fallo sistémico que debe hacernos sensibles para percibir (y afrontar) la amplia fenomenología de los abusos en el seno de las instituciones eclesiales ‘cuando se hiere la libertad de sus miembros’. Es una tarea urgente hacia fuera y hacia dentro. Es previsible que, tras el escándalo de la pederastia, eclosionen los escándalos en este campo, dinámica que está aflorando.
Pensemos en hechos reales: cuando un feligrés evita dar su opinión porque en ese caso teme que el párroco le excluya del consejo pastoral, cuando un sacerdote no se atreve a hablar por miedo a que el obispo tome represalias, cuando un miembro de una asociación se siente presionado por sus dirigentes, ¿no se está anulando el gozo de la libertad de los hijos de Dios?, ¿no se está provocando una herida en la libertad, que es reflejo de la imagen de Dios en el ser humano?
Cautelas y reticencias
Ya en 1970, se lamentaba el futuro cardenal Fernando Sebastián del papel secundario que se atribuía a algunas afirmaciones del Nuevo Testamento: “Donde está el Espíritu está la libertad”, “la verdad hace libres”, “para ser libres nos liberó el Señor”… De la ley, del orden, de la obediencia, se habla con más normalidad. Sobre la libertad se multiplican las cautelas y las reticencias: se habla de “libertad bien entendida” o se la relega al ámbito espiritual.
También en este punto el papa Francisco ha realizado una reivindicación contundente, invitando a descubrir la libertad del Evangelio. Reconoce que la libertad nos asusta, pero advierte: una Iglesia que no deje espacio a la aventura de la libertad, incluso en la vida espiritual, corre el riesgo de convertirse en un lugar rígido y cerrado. La Iglesia debe seguir a Cristo, que no quería a su alrededor muestras de servilismo, sino gente libre, y, por ello, nunca debe caer en la tentación de dominar las conciencias.
De modo muy directo se dirigía a los responsables de movimientos y asociaciones para que no tomen decisiones en todos los aspectos de la vida, para que no se eternicen en el poder, para que deleguen de verdad y no solo en apariencia. El mal uso del poder, denuncia, se encuentra detrás de esas actitudes.
Doble tarea
Estas constataciones reclaman una doble tarea: por un lado, comprender el anhelo de libertad que habita los corazones de nuestra época; por otro lado, poner de relieve y saborear la libertad como componente esencial de la fe y del misterio cristiano, y, por tanto, de la Iglesia en todas sus actividades. A partir de ahí, se podrán identificar criterios para las prácticas eclesiales.
La vida colectiva, y también la vivencia comunitaria de la fe, no puede darse sin instituciones, sin referencia a una tradición, sin el establecimiento de normas y de regulaciones. No obstante, el poder siempre puede constituir un riesgo y una amenaza, y en la medida en que rebasa sus competencias está provocando heridas en la libertad de los demás. Las instituciones dan seguridad y cobijo. Pero, a la vez, pueden ser fuente de presión y de opresión sobre sus miembros.
No se puede ocultar que también la libertad esconde sus fantasmas: puede ser vivida como capricho o como arbitrariedad, generando descontrol y anarquía. Desde otro punto de vista, el respeto a la libertad personal puede exigir que se ponga freno a la transparencia y a la claridad, pues hay aspectos que no pueden ser desvelados en el espacio público. Parece que la libertad reclama limitaciones de la misma libertad. Pero estos riesgos y limitaciones nunca deben provocar sospechas o reticencias contra la libertad.
Fomento del respeto
Esta tensión entre poder y libertad constituye en la actualidad uno de los puntos en los que se juega la credibilidad del mensaje cristiano. Las dificultades del camino no pueden actuar como bloqueos, sino como estímulo. Esa tarea suscita inquietud en muchos responsables de la Iglesia. Pero no puede ser eludida. Hay que superar el malestar para fomentar un respeto pleno por las personas, para ofrecer un testimonio más convincente de sensibilidad ante todo lo que pueda herir la libertad de los bautizados.
La situación actual es una encrucijada que reclama conjugar dos actitudes necesarias: a) tener en cuenta –y valorar con convicción– el sentido de la libertad, tal como la viven nuestros contemporáneos; b) desplegar el gozo de la libertad en la vida de la Iglesia, evitando todo aquello que pueda bloquearla. Sin miedos y sin complejos. El diálogo con nuestros contemporáneos contribuirá sin duda a curar todas las heridas que la libertad pueda padecer en la Iglesia.
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Índice
MÁS ALLÁ (O POR DEBAJO) DE LA PEDERASTIA
LA ENCRUCIJADA QUE SE ABRE ANTE NOSOTROS
LA LIBERTAD, ALIENTO DE NUESTRA CULTURA
UNA SENSACIÓN DE MALESTAR EN LA SOCIEDAD Y EN LA IGLESIA
LA NOVEDAD CRISTIANA: ENCUENTRO DE LIBERTADES
- El Dios creador y redentor se revela como amor en libertad
- El ser humano es creado en libertad
- Una Iglesia libre y liberadora
EL GOZO DEL CREYENTE: VIVIR EN LIBERTAD
- La espiritualidad de la libertad
- La libertad en las prácticas eclesiales
- La libertad se hace profecía