Según los diccionarios, un síndrome es un “conjunto de fenómenos que concurren unos con otros y que caracterizan una determinada situación”. La expresión se utiliza especialmente en medicina para describir un “conjunto de síntomas que se presentan juntos y son característicos de una enfermedad o de un cuadro patológico determinado provocado, en ocasiones, por la concurrencia de más de una enfermedad”. No se está hablando entonces de un único fenómeno; en ese caso, sería únicamente un síntoma, y el diagnóstico resultaría más sencillo. Un síndrome es algo más complejo y que requiere un abordaje diferente y más profundo.
Especialmente en los países de tradiciones cristianas, el abandono de las denominadas “prácticas religiosas” ha adquirido en la actualidad las características de un hecho masivo y que no resulta fácil de comprender ni de explicar. Solo un dato es seguro: no estamos ante un episodio superficial, ante un contratiempo circunstancial que se resuelve con unas pocas reflexiones o decisiones. No es necesario ser un experto en teología, pastoral, sociología o psicología para intuir que se trata de algo que va más allá de lo religioso y que hunde sus raíces en procesos sociales más amplios. También es obvio que estamos frente a un tema central en la vida de la Iglesia y de los cristianos.
¿Cómo reaccionan en las instituciones religiosas ante esta situación? Las respuestas son muy variadas, y van desde un menosprecio hacia lo que ocurre hasta airadas condenas dirigidas a los que abandonan los templos o, también, implacables autocríticas. En cualquier caso, nos encontramos ante algo sobre lo que es necesario reflexionar. Vamos a observar este “síndrome” especialmente desde la perspectiva de la Iglesia católica, aunque es evidente que abarca un escenario más amplio. Algún mensaje debe esconderse detrás de lo que ocurre en la superficie y, seguramente, allí se oculta un mensaje importante.
Aunque todo indica que nos encontramos ante un fenómeno en aumento, algunas manifestaciones multitudinarias parecen desmentirlo. Cada cierto tiempo algunos eventos congregan a numerosos participantes, y tales momentos sirven como consuelo a algunos que se ilusionan ante esas manifestaciones; pero, bien miradas, dichas ocasiones no solo no desmienten lo que ocurre día a día, sino que lo confirman: esas multitudes está formadas por personas que se consideran miembros de las diversas comunidades religiosas, pero que no participan habitualmente en sus celebraciones.
Los pastores se muestran inquietos y, en muchas ocasiones, expresan en sus homilías esas inquietudes ante algunas ancianas que escuchan estoicamente discursos que no están dirigidos a ellas, sino a los que no han venido. Los que deberían escuchar no se enteran de las preocupaciones clericales simplemente porque ya no están ahí.
En otras oportunidades, la desazón de los señores curas se expresa en reuniones presbiterales (de ‘presbíteros’, que quiere decir ‘ancianos’). Allí los lamentos se agudizan y, por lo general, adquieren un tono que oscila entre la genuina inquietud pastoral y un no disimulado fastidio. El enojo a veces se dirige a “este mundo”, o “esta cultura”, y en otras ocasiones se detiene en temas más puntuales como “la crisis de las familias”, el “desconcierto de los jóvenes”, la “sociedad de consumo”, la “decadencia moral”, “los medios de comunicación”.
Más delicadas son aquellas reuniones en las que, en lugar del enojo con “los que no vienen”, abunda una tendencia a la autocrítica despiadada. “¿Qué estamos haciendo mal?”, “¿por qué nuestro testimonio es tan pobre?”, “¿cómo vamos a transmitir el Evangelio con estas liturgias incomprensibles?”. Y cuando ya todos los reproches sobre los errores clericales están bien explicitados, comienza el lamento con respecto a los laicos “comprometidos” y que parece que solo van a la iglesia para exhibirse en los primeros lugares y poner obstáculos a los jóvenes o los recién llegados. Entonces, se concluye apresuradamente que los mismos ministros y los pocos que aún concurren a las celebraciones son los responsables de los bancos vacíos.
Otro tipo de reflexiones se pueden escuchar en reuniones en las que están presentes solamente los sacerdotes y los laicos que colaboran con ellos. En tales oportunidades, las explicaciones acerca del abandono de las practicas religiosas se dirigen directamente hacia los únicos ausentes: los obispos. Entonces, todas las críticas se concentran en algunas desafortunadas apariciones episcopales en los medios de comunicación; o en sus opciones políticas o sus estilos vida supuestamente principescos; o en los autoritarismos en las maneras de conducción u otros tropiezos de la jerarquía. De tanto en tanto, alguno aclarará que, sin duda, “son muy buenas personas, pero…”, y de esa manera se pretenderá suavizar la crítica, cuando en realidad se la está señalando con más énfasis.
Lamentablemente, se pueden multiplicar estos ejemplos hasta el hartazgo. De todas esas conversaciones seguramente no surja ni una sola palabra que permita entender por qué cada día más gente “se aleja”. En realidad, es probable que sean justamente ese tipo de conversaciones una de las causas por las cuales muchas buenas personas hace ya tiempo que “no pisan una iglesia”.
Algunos presbíteros que solo llevan ese título porque la tradición así lo impone, y en realidad son hombres jóvenes que hace poco tiempo recibieron de su obispo el orden sagrado, con dificultad luchan contra esa catarata de quejas, fastidio, ausencia de propuestas y desasosiego generalizado. A muchos laicos les ocurre lo mismo. Son aquellos sacerdotes que no escucharon la llamada vocacional en iglesias llenas de gente y sus preocupaciones no pasan por amontonar feligreses los domingos; y aquellos laicos que saben muy bien que la felicidad y la belleza de la fe no nacen con ese tipo de “éxitos populares”. En sus corazones intentan tomar distancia de aquellos lamentos y aguardan impacientes el final de ese tipo de encuentros para volver a retomar el camino con entusiasmo y confianza. (…)
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Índice del Pliego
1. QUEJAS Y LAMENTOS
2. CAMBIAR LAS PREGUNTAS
3. LOS QUE NO ESTÁN
4. LA CUESTIÓN DE FONDO
5. ¿DÓNDE ESTÁ DIOS?
6. MIRAR DE NUEVO