Cuando se cae en los cantos de sirena de una cosmovisión que busca solo la paz interior y que extraña el sufrimiento humano y la transformación del mundo, emerge una espiritualidad muy ocupada en los ritos, impávida y fría frente al dolor, alérgica al contacto físico, a la cercanía y al acompañamiento; en definitiva, sin calor y, por ello, descarnada. He aquí un diagnóstico sumario que no es infrecuente escuchar cuando se evalúa el ‘boom’ de las llamadas espiritualidades “sin carne” o “neo-gnósticas”.
Compartiendo este sucinto análisis, aunque con matices, entiendo que ha llegado la hora de superar la idea, el imaginario o la representación de Dios que transpiran semejantes espiritualidades. Y más cuando, como ha ocurrido en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha buscado y condenado a supuestos “arrianos” o “prometeos” contemporáneos por primar la asociación de Jesús con los pobres y el compromiso liberador con ellos, y por descuidar o ningunear –según acusadores y jueces– su divinidad o la gratuidad de su salvación.
Pero, prolongando dicho dictamen, entiendo que también ha llegado la hora de superar espiritualidades e imaginarios ocupados en buscar afanosamente la relación con Dios en lo más íntimo de uno mismo o, como mucho, en el cosmos, ignorando su presencia en la historia, casi siempre provocadora. Es lo que parecen pretender aquellas cosmovisiones y espiritualidades para las que Dios es el “Origen o Fuente o Fondo eternamente presente de toda energía y materia”; la “Conciencia universal o Transpersonal”; la “Creatividad buena sin fin”; “el Océano de la Unidad infinita”; “la Realidad No-dual que Somos/Es”; el “Silencio místico”; “el No-lugar de la Plenitud” o el “Misterio indecible de cuanto ES”.
Es el imaginario y la cosmovisión que se puede leer en un místico anónimo del siglo XIV reeditado en 2008: el verdadero contemplativo “no ha de mezclarse en la vida activa ni preocuparse de lo que está a su alrededor”. Más bien, ha de sepultar “bajo la nube del olvido todas las cosas creadas y sus obras”, porque la experiencia que se le concede lo es de la “nada” y de la “falta de lugar”. Ya en el título se indica, siguiendo a Dionisio Areopagita, que la “nube del no-saber” es esa “nube en la que el alma se une a Dios”.
A diferencia de estas cosmovisiones e ideas, representaciones o imaginarios, el Dios al que me refiero puede ser reconocido como la “Profundidad que nos hace ser” o como el “Aliento vital profundo” e, incluso, como el “Océano de la Unidad Infinita”, pero también, a la vez, como el aguijón que se transparenta en la muerte injusta y antes de tiempo, en el hambriento, en el encarcelado y en quien, porque tiene hambre y sed de justicia, grita y rompe la paz interior tan trabajosamente buscada. Y, por supuesto, como el consuelo y la alegría que se traslucen en quienes se encuentran al lado de estas personas porque “gratis han de dar lo que gratis se ha recibido”. Semejante articulación de sosiego y agitación o de caricia y aguijón es perfectamente perceptible en lo dicho, hecho y acontecido en el Nazareno, el Crucificado.
La singularidad que presenta este personaje es de tal entidad que Pablo de Tarso lo reconoce –y así lo comunica en el Areópago– como Aquel “en quien nos movemos, vivimos y existimos” (la verdad resaltada por las aportaciones “sin carne”). Pero lleva a que Pedro lo proclame en Jerusalén el día de Pentecostés como Aquel “a quien vosotros habéis crucificado” (la provocación que descuidan o a la que no prestan la atención debida). No extraña que se haya dicho de Él, vista la articulación de cercanía y provocación que transparenta que, si no era Dios, merecía serlo.
En el marco cultural, teológico y espiritual de la Reforma, incuestionablemente inspirado en lo dicho y hecho por el Nazareno, Karl Barth dijo en alguna ocasión que era sumamente difícil dialogar con los católicos porque cuando se les proponía una materia teológica o espiritual para debatir (por ejemplo, el Cristo de la fe, el Tabor o la resurrección) ellos siempre añadían, mediante la conjunción copulativa “y”, otro dato o argumento que entendían complementario y formando parte de la cuestión planteada: en nuestro caso, el Jesús histórico, la cruz y el Calvario.
Desde entonces, es un tópico recordar cómo esta “y” entre la cercanía paulina y la provocación petrina es una de las señas más definitivas de la teología y de la espiritualidad cristiana y, concretamente, católica, de manera semejante a como lo es de toda vida saludable cuando no se queda corta ni traspasa los niveles determinados en una horquilla fijada por un máximo y por un mínimo. Sobrepasados o no alcanzados tales límites, nos adentramos en un terreno en el que se arriesga –recurriendo al imaginario médico– la salud, bien sea por defecto (por ejemplo, en el caso de la hipoglucemia) o por exceso (con la diabetes).
Pero alcanzado dicho equilibrio, este permite reconocer la diversidad y riqueza de posibles vidas sanas. Y también de posibles teologías y espiritualidades: unas, más sensibles a la fragilidad que a la grandeza, a los calvarios que a los tabores, al reverso que al anverso; otras, en cambio, más atentas a la cercanía que a la alteridad, al amor que al interés, a la intuición que a la razón, a la belleza que a su ocultamiento. Y todas, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe o entre el Calvario o la cruz “y” el Tabor o la resurrección.
Índice del Pliego
I. “CON CARNE” Y “DE DIOS”
- La caricia de las transparencias y anticipaciones
- El aguijón de los calvarios contemporáneo
- Pluralidad y riqueza
II. EL IMPOSIBLE HILO DIRECTO
III. CONSUELO Y REBELIÓN