Cristo es el santificador por antonomasia y la Iglesia se convierte, con Él y por Él, en santificadora. “La santificación es una participación en la santidad de Dios que, mediante la gracia recibida en la fe, modifica progresivamente la existencia humana para conformarla en concordancia con el modelo de Cristo. Esta transfiguración puede experimentar altos y bajos, según que la persona obedezca las sugestiones del Espíritu o se someta, de nuevo, a las seducciones del pecado. También después del pecado, el cristiano es levantado de nuevo por la gracia de los sacramentos y guiado a que progrese en la santificación”.
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Como ya decía san Anselmo: “Cristo revela la Majestad de Dios y por eso no es solo un sanador, sino también un santificador que salva santificando”. Esta bella expresión nos ayuda a introducir la temática de la santificación a partir de Cristo y en su Iglesia. El mismo san Anselmo comenta: “Cristo es vencedor, maestro y médico, y los Padres han subrayado esa acción descendente de Dios en Cristo, el cual establece un ejemplo de santidad que debe ser seguido por todos”.
Santificadora y santificante
Con estos principios podemos contemplar la acción de Cristo como una “acción santificadora y santificante”; su mismo ejemplo de santidad repercute en todos los cristianos y nos lleva a seguir por el mismo camino que ha dado inicio con su encarnación y, sobre todo, con su muerte y resurrección.
Ya los ‘praenotandos’ del ‘Bendicional’ parten de esta línea cristológica cuando dicen: “El Verbo encarnado comenzó a santificar todas las cosas del mundo gracias al misterio de su encarnación” (núm. 7).
De Cristo a su Iglesia
Y de Cristo a su Iglesia el paso es obligado, ya que la obra de santificación de los hombres se hace también glorificando a Dios Padre, en el Espíritu Santo, unidos a Cristo, cabeza de la Iglesia.
La Iglesia en sus sacramentos es también, como Cristo, fuente de la santificación. Y no solo en sus sacramentos, sino también en sus bendiciones o sacramentales, cuyo cometido es extender la gracia divina a casi todas las acciones de la vida cristiana.
Lo expresan muchas oraciones del ‘Misal Romano’ de Pablo VI. Por ejemplo: “Que te agraden, Señor Dios, las ofrendas que te presentamos en la fiesta de san Ignacio de Loyola; concédenos que estos divinos misterios, que estableciste como fuente de toda santificación, nos santifiquen también en la verdad”. ¿Hay mayor santificación que la celebración de la Eucaristía?
En otra parte del misal actual leemos: “Recibe, Señor, las ofrendas que te presentamos gracias a tu generosidad para que estos santos misterios, donde tu poder actúa eficazmente, santifiquen los días de nuestra vida y nos conduzcan a las alegrías eternas”.
Sacramentos y sacramentales
Y lo que aplicamos a la Eucaristía lo podemos encontrar en los demás sacramentos y lo mismo en los sacramentales y, más en concreto, en todo tipo de bendiciones, aunque pueda haber distintos grados.
Lo dice claramente la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia ‘Sacrosanctum Concilium’ (SC): “Por tanto, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” (SC 10).
Es una idea que se repite diversas veces en dicha constitución: “Por tanto, la Liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y alabanza de Dios” (SC 61).
Sentido de las bendiciones
Las bendiciones, en concreto, han sido creadas para la santificación de ciertos ministerios de la Iglesia, de estados de vida, de acontecimientos de la vida cristiana y de objetos útiles usados por el pueblo.
Pueden también responder a otras necesidades particulares, a la cultura y a la historia de una región determinada.
Según el ‘Catecismo de la Iglesia Católica’ (CEC), en su celebración siempre hay una oración, a menudo acompañada de un determinado signo, como la imposición de la mano, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita. “Han sido instituidos por la Iglesia en orden a la santificación de ciertos ministerios eclesiales, de ciertos estados de vida, de circunstancias muy variadas de la vida cristiana, así como del uso de cosas útiles al hombre. Según las decisiones pastorales de los obispos, pueden también responder a las necesidades, a la cultura y a la historia propias del pueblo cristiano de una región o de una época” (CEC 1668).
La semejanza y la afinidad con los sacramentos permite que las bendiciones se celebren como actos litúrgicos y, en base a dicha semejanza, se puede decir que son –como los sacramentos– una acción de Cristo y de la Iglesia. Desde el momento en que también los sacramentales derivan su eficacia del misterio pascual, no se debería dudar en afirmar que la liturgia de los sacramentales contiene y proclama la muerte y la resurrección de Cristo. Completan, integran o extienden el efecto de la Eucaristía y de los demás sacramentos, desde el momento en que se encuentran con las grandes experiencias de la vida humana. (…)
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Índice del Pliego
LA SACRALIDAD DE LA ACCIÓN LITÚRGICA
SANTIFICACIÓN DEL HOMBRE Y GLORIFICACIÓN DE DIOS
¿TODO PUEDE SER BENDECIDO?
LA SACRAMENTALIDAD DE LA VIDA CRISTIANA
LA IGLESIA, UNA BENDICIÓN PARA EL MUNDO
EL DESIGNIO SANTIFICADOR DE LAS BENDICIONES
LA DECLARACIÓN ‘FIDUCIA SUPPLICANS’
“SANTIFICAR LAS DIVERSAS CIRCUNSTANCIAS DE LA VIDA” (SC 60)
ENSANCHAR Y NO RESTRINGIR