Hay un himno del padre jesuita José Luis Blanco Vega que me conmueve las entrañas y me llena de esperanza, cada vez que lo proclamo o lo escucho, aunque las tinieblas aún nos rodean y nos mantenemos encerrados en los muros de nuestra ciudad. ¿Qué ves en la noche, dinos, centinela? Y como una anhelante súplica lo vuelve a repetir en el canto: “¿Qué ves en la noche, dinos, centinela?”.
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A veces el Sábado Santo se hace eterno, como la esclavitud del antiguo pueblo de Israel en Egipto o como los días en el arca que pasaron Noé y su familia, rodeados de animales, o como la vida misma, en espera de poder pisar tierra firme. Todos buscamos seguridad, ya sea entre las aguas del mar Rojo o encallados en la cima del monte Ararat. Lo que ocurre es que la humanidad vive pandemias continuamente, pero en diversos lugares que nos incumben poco, por sentirlas lejanas tras la ventana del televisor, e inconscientemente olvidamos el lazo de humanidad que nos mantiene en la misma barca y, en el peor de los casos, incluso también olvidamos los lazos del Espíritu, que nos hacen familia, hijos del mismo Padre.
A lo largo de la historia, hemos sufrido desastres de la naturaleza, geológicos, biológicos y, desgraciadamente, los que hemos creado nosotros con las guerras, las bombas atómicas, el terrorismo, las masacres, el fratricidio genocida, las dictaduras, las armas químicas y de destrucción masiva, y otras menos espectaculares que –por largas y tediosas– no salen ya ni siquiera en los noticiarios: la desertización, la hambruna, la desforestación, las personas sin recursos, sin trabajo, sin cultura elemental, las enfermedades y pandemias del tercer mundo, y tantas y tantas injusticias ocultadas para no desestabilizar la paz de nuestro corazón, de nuestro hogar o de nuestra acomodada religiosidad, aun sabiendo muchos de nosotros que todo este fruto de nuestras manos es nuestro gran pecado.
Algunos de estos acontecimientos los habíamos sentido muy de cerca, se los escuchamos reiteradamente a nuestros abuelos, cuando nos hablaban de la guerra pasada, o los vimos en la pantalla de la televisión mientras comíamos el postre, pero tenemos poca memoria para asumirlos en nuestra propia historia y los contemplamos desdibujados como sucesos del pasado. Este sueño reparador, o mejor, este letargo entre tanta oscuridad, nos impide ver con claridad, adentrados en una soporífera inconsciencia, como les sucedió a los aturdidos discípulos de vuelta a Emaús.
Y quizás, por defendernos de nosotros mismos, seleccionamos los recuerdos y arropamos nuestra existencia bajo el manto del olvido para poder seguir caminando en busca de un hogar caliente y familiar que nos aísle de tanto dolor. Pero siempre ha habido “gallos vigilantes que la noche alertan”, y nos ha tocado vivir el sufrimiento en primera persona o muy cerca. Ahora cumplen su camino –que es lo que significa difuntos– personas cercanas, queridas, que han tenido que ver con nuestra vida, y están escritas en dígitos y, algunas aún, en letras azules de nuestras antiguas agendas.
Hace ya unos días, cuando la primavera parecía explotar en un veranillo anticipado, se nos han ido yendo algunos de los nuestros y nos han llenado el corazón de angustia y de soledad. Como si el Viernes Santo se adelantara en heridas abiertas, llorando suspiros de desconsuelo. Vacíos imposibles de llenar, sin razón, como garra de presa ahogando la garganta. Nuestros seres queridos, la madre o el padre, el esposo o la esposa, la persona que llenó mi vida y compartió conmigo el pan, aquel cura de nuestra parroquia que se nos entregó, marcharon solos, sin despedirse, sin una mano que les acogiera o un beso que sellara toda una vida en el momento de partir. Se nos van los amigos, uno a uno, sin avisar siquiera. Se van dejando el surco sembrado de semillas, o con la tierra a medio labrar. Se van todos en silencio, como si sobrasen las palabras en estos momentos de tanta trascendencia, pues “pregona el llanto lo que el miedo niega”.
Anhelo, para todos, la paz del corazón como las aguas de abril. Quisiera calmar toda la revolución interior que produce tanta inconsciencia humana, y me produce cólera y desprecio, o vaciedad y desesperanza, ya no sé. Espero reconstruir –como las piezas de un puzle que se nos ha ido de las manos, en un involuntario golpe– los rostros, el paisaje y las tareas que hacen equilibrar mi vida. Deseo, con todos mis sentidos, recobrar la fe agazapada, tras el grito silenciado de tantos inocentes, también aquellos que ni intuimos o vemos. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Fue el grito de Aquel –con mayúsculas– que rasgó el cielo, ensangrentado en soledad y en carnes vivas.
El dolor se ha globalizado. Ahora sí que estamos todos en el mismo barco, pero lo mantenemos dividido en tres o más clases: primera, segunda y tercera, la del fondo, aquellos que mueven los motores o los remos, y que son los que más dificultades tienen para sobrevivir. Nosotros somos los de la clase alta, siempre en la superficie, en las zonas de lujo, al lado de los botes salvavidas. Me decía hace unos días una religiosa misionera en un país andino: acabamos de salir de una epidemia del dengue, que se llevó a una hermana de la comunidad, y ahora esta otra. Aquí también el gobierno nos insta a no salir a la calle, pero cómo lo va a hacer la mayoría de la gente, si viven al día, si comen de lo que trabajan o arrebañan cada mañana; si se quedaran en casa, les mataría el hambre. Ellos no tienen ni frigoríficos, ni dinero para comprar cada semana, ni una casa en condiciones… ¡El pan nuestro de cada día dánosle hoy! Un joven amigo viajó este verano a un país de África, más para aprender que para echar una mano. En aquel país conoció a otro joven, ya padre de familia, que era carnicero. Todo su trabajo consistía en matar un pollo cada día, descuartizarlo, prepararlo en pequeñas raciones e ir a venderlo al mercado. De ahí sacaba el sueldo diario para poder alimentar a su familia. Pues eso, no hay color. Y, a veces, aún nos seguimos quejando por este aislamiento, cuando la mayoría tenemos la seguridad del hogar, el frigorífico lleno y la posibilidad de comunicarnos con los nuestros. (…)
¿Qué ves en la noche, dinos, centinela?
Dios como un almendro
con la flor despierta;
Dios que nunca duerme
busca quien no duerma,
y entre las diez vírgenes
solo hay cinco en vela.
Gallos vigilantes
que la noche alertan.
Quien negó tres veces
otras tres confiesa,
y pregona el llanto
lo que el miedo niega.
Muerto le bajaban
a la tumba nueva.
Nunca tan adentro
tuvo al sol la tierra.
Daba el monte gritos,
piedra contra piedra.
Vi los cielos nuevos
y la tierra nueva.
Cristo entre los vivos,
y la muerte muerta.
Dios en las criaturas,
¡y eran todas buenas!
(José Luis Blanco Vega, SJ)
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