Es frecuente que la religión deba de lidiar con dos problemas: el privatismo y el reduccionismo. La primera traba invita a considerar la relación con Dios como algo íntimo, particular y sin necesidad de abrirse a los demás. Así, sugiere cambiar el Padrenuestro, para que, en vez de decir “venga a nosotros tu Reino”, afirme “venga a mí, y solamente a mí, tu Reino”. Esta tesis prefiere no compartir a Dios, y tenerlo en propiedad privada, exclusiva de quien le reza mucho o da grandes limosnas.
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El segundo obstáculo sostiene que la religión se reduce solo al terreno de lo religioso, olvidando su necesario impacto en las esferas familiares, educativas, recreativas económicas y políticas, es decir, sociales, de la vida. Esta reducción cobra vigencia cuando ministros del culto, en especial el Papa o los obispos, intervienen en algo que –a juicio de algunos– “no les corresponde”, es decir, cuando salen de las sacristías y se posicionan frente a problemáticas sociales, sobre todo, cuando promueven la justicia social como parte fundamental de esta dimensión social de la fe.
Milei y Díaz Ayuso
Entre estos críticos, destaca el polémico Javier Milei. Siendo todavía candidato, el nuevo presidente de Argentina se refería a la justicia social como “una aberración” que propicia el trato desigual frente a la ley. También la actual presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, quien sostiene que la justicia social es “un invento de la izquierda” que promueve “la cultura de la envidia”. Me parece que tanto el argentino como la española olvidan que la justicia social es patrimonio del amplio bagaje doctrinal propio de la Iglesia católica, lo que trataré de demostrar a continuación.
Presentaré, de manera sucinta, lo que la Biblia, la Tradición y especialmente el Magisterio, a través de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), nos aportan al respecto, siguiendo el clásico protocolo de elaboración teológica, y resaltando los comentarios de corte social que esas fuentes arrojan.
Sujeto social
El punto de partida, en lo que se refiere al interés de la Iglesia católica por la justicia social, lo encontramos ya en el inicio de la Biblia, cuando el ser humano es presentado como un sujeto social, llamado a relacionarse con sus semejantes y a ser “guardián de su hermano” (Gn 1, 26-31; 2, 18-24; 4, 1-16; Ex 20, 13).
El pecado aparece como la ruptura del proyecto de Dios, que es un proyecto de vida, pues rompe la comunión y solidaridad entre Dios y los seres humanos, entre ellos, y entre ellos y la creación (Gn 3, 17; 4, 1-16; 11, 1-9; Is 5, 8; Am 2, 6-7). Nótese que por “pecado” no entendemos aquí esa connotación tan extendida que lo ve como un acto individual e íntimo, sino como algo de fuerte contenido social.
El grito de los pobres
Ante esta situación de pecado, ante el grito de los pobres y marginados que sube al cielo, Dios se revela en la historia como solidario con ellos, para formar una nueva alianza y liberarlos de la esclavitud (Ex 3, 7-20; 12, 14-17; Dt 10, 17-18; Sal 68, 6-7). Y es que si Dios quiere “casarse” con su pueblo es para que este viva sus valores: el derecho y la justicia, y para que otros pueblos sean influidos por estas prácticas.
Esta alianza entre Dios y su pueblo estará confirmada por la proclamación del año de gracia, tiempo privilegiado en el que el Señor favorece a su pueblo más débil: los pobres, los enfermos, los afligidos, los encarcelados, los deudores (Is 61, 2-4; Lc 4, 14-21). Dios, entonces, no es ajeno a los sufrimientos de los más vulnerables, ni está aislado en los cielos, sino que interviene para hacer justicia.
La voz de los profetas
Los profetas son los personajes centrales en la operatividad de la alianza, son los voceros de Dios, defensor de los pobres no porque sean moralmente buenos, sino porque su condición clama al cielo. Son duros críticos de una sociedad que ha generado estructuras de pecado, y promueven un ideal de igualdad y fraternidad. Repudian un culto que enfatiza los sacrificios, las devociones y hasta las mismas plegarias si no van acompañadas de la práctica de la justicia. Basta leer a Oseas y Amós para comprender la furibunda reacción de Dios ante las injusticias sociales que lastiman a su pueblo.
El lenguaje profético preludia lo que será la misión de Jesús de Nazaret: “Hace justicia al oprimido y da pan al hambriento… libera al prisionero y abre los ojos al ciego… endereza al agobiado… protege al migrante, y sustenta al huérfano y a la viuda… obstaculiza el camino de los malvados” (Sal 146, 7-8).
Servicio y solidaridad
Y es que, en tiempos de Jesús, el pueblo judío estaba dominado por los romanos, y había una gran división entre ricos y pobres, a causa de la concentración de la tierra en unas pocas manos. Él se presentará como modelo de servicio y solidaridad (Mt, 20, 28; Jn 13, 1-17), al extremo de dar la vida por los demás (Mt 27, 50; Mc 15, 37; Lc 23, 46; Jn 19, 30). El punto culminante de este sentido social de la fe, incluso de la salvación, aparece con las obras de misericordia, en la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46).
A Jesús se le descubre, precisamente, practicando la justicia social, en la solidaridad con los débiles y marginados, pues pasó su vida acompañándolos. Condenó la conducta de los fariseos, que se creían justos, pero eran injustos con los demás, y lo arrestaron y asesinaron por su defensa de los valores del Reino de su Padre: el amor, la verdad, la paz… y la justicia (Mt 10, 42; 25, 31-46; Mc 9, 37; Lc 10, 25-37; 11, 46; 19, 10).
El Reino y la Iglesia
De hecho, el proyecto del Reino de Dios, su predicación y su realización, está atravesado por la justicia social, por el impacto que debe tener en las relaciones interpersonales. Esta nueva atmósfera de vida, este paradigma distinto, constituyó el objetivo principal en la predicación de Jesús.
Si bien es cierto que el Reino de Dios y la Iglesia no se identifican, esta es sacramento universal de salvación e instrumento para el crecimiento de ese Reino. Como continuadora de la misión de Jesús, tiene por misión fundamental anunciar el Reino y, aunque sea su germen, encuentra ella su plena realización en él.
Si la Iglesia renunciara a ser sacramento del Reino, es decir, a predicar con palabras y obras los valores del Reino –la verdad, la paz, el amor y la justicia… social–, estaría traicionando su misma esencia. No debe extrañarnos, entonces, que los papas acudan con frecuencia a llamar la atención sobre la importancia de vivir la justicia social en nuestras relaciones interpersonales. (…)
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Índice del Pliego
INTRODUCCIÓN
I. LA APORTACIÓN BÍBLICA
II. LA CONTRIBUCIÓN DE LA TRADICIÓN
III. LOS DATOS DEL MAGISTERIO (CON ÉNFASIS EN LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA)
- Las encíclicas y otros documentos papales en materia social
- El Magisterio latinoamericano con acento en lo social
CONCLUSIÓN