Pliego
Portadilla del Pliego, nº 3.377
Nº 3.377

La amistad: un encuentro que llena la vida

El filósofo de estirpe rabínica Martin Buber, que reflexionó como pocos sobre el enigma y el significado de nuestra humanidad, escribió lo que sigue: “El mundo no es comprensible, pero es abarcable”. Con estas palabras no se refería únicamente al mundo que está fuera de nosotros, sino también al mundo específicamente humano, al universo interior, a esa porción de experiencia y misterio que surge en el tiempo, con cada persona, de manera única.



Y del mismo modo pensó en las relaciones y los afectos que somos capaces de tejer. Empezando por la amistad. Los límites de la comprensión tienen que ver con el hecho de que el otro sigue siendo otro y, aunque esté más cerca que nunca de nosotros, jamás deja de ser irreductible a nosotros. En la amistad esto no constituye un problema, es más, supone un enriquecimiento.

Buber enseñaba: “El mundo no es comprensible”. Siempre llega un momento en que debemos decirnos: “Lo más importante no es comprender”, “lo más importante es abrazar”, abrazar incluso lo que no comprendemos. Y es que la grandeza del abrazo está en que llega, con frecuencia, donde no llega la comprensión. Y esto se debe a que el abrazo, al quedarse más acá de la piel, acepta la separación ontológica significada por la piel del otro. El comprender postula una interpretación exhaustiva, sueña con un mapa estable, alimenta la voluntad de descifrar el secreto.

Piel e intervalo

El abrazo reconoce que hay una piel, de un lado y del otro, y que incluso en la intimidad se mantiene esta película. Aristóteles ya explicaba, por ejemplo, que cuando nos tocamos no anulamos esa especie de intervalo que persiste entre nosotros y la realidad, un distanciamiento mínimo que nunca queda en suspenso, que nos pone en guardia contra el mito de la coincidencia total y de la ilusión de la fusión absoluta. Estar cerca de los demás no es consumirlos, como si pudiéramos reducirlos a objetos. Los abrazos de la amistad, incluso al estrecharnos contra el pecho de nuestros amigos, siempre nos hacen respirar amplitud y vastedad.

Abrazos

Es cierto que en el abrazo tocamos dimensiones importantes del ser. Para la primera exposición surrealista que se inauguró en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, se encargó la portada del catálogo a Marcel Duchamp. Este creó una imagen con una leyenda provocadora: “Prière de toucher”. Normalmente, las obras de arte van acompañadas de la advertencia de no tocar. Aquí, por el contrario, se decía “Se ruega tocar”. En ese 1947, cuando aún nos debatíamos entre las cenizas del gran conflicto, hacía falta un mensaje reparador, capaz de hacernos olvidar la segregación, las alambradas. Pero es un mensaje siempre necesario. Todo está en ver de qué modo tocamos.

Tocar sin tocar

En el ejemplar de las ‘Elegías de Duino’ que Rainer Maria Rilke regaló a la poetisa rusa Marina Cvetaeva, preguntaba: “Nos tocamos. / ¿Con qué? / Con un batir de alas. / Con las distancias mismas nos tocamos”. La belleza del abrazo consiste en que no quiere ser una red para capturar al otro. El abrazo es humilde. Intuye que solo podemos acercarnos, sin intentar adueñarnos del otro, ni siquiera acceder a su plenitud. El abrazo es aceptar tocar sin tocar. Por eso el abrazo es el momento del encuentro en el que se realiza el contacto, pero también es el momento posterior, cuando la separación se asume como una forma profunda de comunión.

Un maestro discreto contemporáneo nuestro, el pensador Jean-Louis Chrétien, entra en el tema con estas palabras: “El abrazo que no se cierra sobre el otro, sino que se abre a él según una infinitud que el otro puede descubrir, ese abrazo es un encuentro. Y, lejos de concretizar inadecuadamente lo que el encuentro había prometido, mantiene su promesa de este modo: prometiendo cada vez más, en una superabundancia que ninguna progresión es capaz de calcular, y menos aún de cuantificar”. El abrazo es una de las expresiones humanas más verdaderas de la reciprocidad. Una apertura mutua y hospitalaria a esa epifanía de futuro que está constituida por un rostro. Los amigos lo saben bien.

Fuerza expresiva

Hay quien dice que nuestro cuerpo tiene la forma de un abrazo. Tal vez por eso el acto de abrazar sea tan sencillo, aunque debamos recorrer un largo camino. El abrazo tiene una increíble fuerza expresiva. Comunica la disponibilidad para entrar en relación con los otros, para superar el dualismo y hacer caer las armaduras y las resistencias, manifestando un abandono, aunque solo sea por unos instantes, en la defensa del espacio individual.

Portada del libro del cardenal José Tolentino 'La amistad'

Existe una vastísima tipología de abrazos, y cada una de ellas enseña algo de lo que puede ser un abrazo: acogida y despedida, felicitación y duelo, reconciliación y gesto de acunar, afecto entre amigos o pasión amorosa. Todos podemos reconocernos en ellos: en abrazos cotidianos y extraordinarios, abrazos dramáticos o transparentes, abrazos inundados de lágrimas o de puro júbilo, abrazos de personas cercanas o distantes, abrazos fraternos o enamorados; en abrazos repetidos o –también esto es posible– en ese abrazo único e idealizado que nunca llegó a realizarse, pero al que interiormente volvemos infinidad de veces.

En silencio

Al principio fue el abrazo, si pensamos en el vientre materno que nos nutrió en la primera infancia. Fue para nosotros la primera y reconfortante forma de comunicación. Pero la necesidad del abrazo acompaña nuestra existencia hasta el final. El abrazo es una larga conversación que se desarrolla sin palabras. Todo lo que se debe decir se dice en silencio, y entonces sucede algo que es enormemente precioso y, en el fondo, también muy raro: sin defensas, un corazón escucha a otro corazón. “En tu abrazo yo abrazo lo que existe, / la arena, el tiempo, el árbol de la lluvia, / y todo vive para que yo viva”: aseguran los versos de Neruda.

(…)

Pliego completo solo para suscriptores

Lea más: