Un retrato perfectamente reconocible, pintado por Juan de la Miseria, nos atraviesa con su mirada a través del tiempo: muestra los ojos negros y enormes de una de las mujeres más famosas de su época, Teresa de Jesús, perdidos en algo que se encuentra más allá, o más acá, algo que la envuelve y la fascina por completo. Nos escrutan. Teresa busca a Dios, atrapado para siempre en su interior.
- Pliego completo solo para suscriptores
- ?️ El Podcast de Vida Nueva: Los ermitaños existen
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sin su testimonio del momento en el que vivió, espléndido, pero crispado, en los años de esplendor del Imperio pero con una pobreza, violencia y analfabetismo extendidos, la construcción de la Iglesia católica europea no hubiera sido la misma. Y lo que resulta aún más importante, tampoco hubiera existido la creación de un imaginario espiritual basado en la palabra, y en el desarrollo de la imaginación a través de lo narrado.
Teresa de Jesús se comportó durante toda su vida de una manera que se consideraba extravagante. Sus escrúpulos morales espantaban y desconcertaban a sus confesores, que se daban a una fuga casi despavorida. Los éxtasis, las locuciones, su necesidad de explicar lo que sentía para encontrarle, dentro o fuera, un sentido, la convertían en una rebelde que culminó sus peculiaridades con una sucesión de fundaciones en las que las mujeres eran las protagonistas.
Sin embargo, pese a su popularidad, mantiene intacta un aura de misterio. ¿Qué vuelos remontaba Teresa? ¿Hasta qué punto su herencia judía, la riquísima tradición de la Cábala, mantiene unidos los mimbres de su misticismo? ¿Hasta qué punto la Reforma condicionó su poderosa expresión?
Convivencia religiosa
Con el eco de las cruzadas resonando aún en los oídos (los abuelos del rey bajo cuyo poder nació Teresa, no lo olvidemos, fueron quienes lograron la unidad religiosa española, y quienes habían dado por cerrada la conversión de los musulmanes y judíos que habitaban entonces en la Península), otro nuevo conflicto religioso comenzó a cobrar forma: a diferencia de las delaciones entre hermanos y vecinos a las que daba origen la práctica secreta de las otras religiones, en España la amenaza protestante resultaba más sencilla de identificar geográficamente; y ofrecía un frente menos peligroso, porque no se nacía protestante, como se nacía judío, sino que exigía un acto de voluntad, una conversión consciente a la nueva religión prohibida.
Frente a la compleja elaboración teórica de la Reforma, Teresa emplea una terminología común para acercar la experiencia mística a unos lectores que quizás puedan intuir de lo que está hablando, pero que carecen de conocimientos o de formación como para estructurarla a través de las categorías escolásticas convencionales. Se dirigía a personas normales y corrientes, al pueblo en general, apenas alfabeto, al que necesitaba explicar situaciones y sentimientos compartidos y extraordinarios al mismo tiempo. Necesitaba, por lo tanto, recurrir a elementos generales para producir la catarsis. Los símbolos y el ritual católico continuaban despertando poderosas emociones en su contemporáneos, y Teresa necesitaba humanizar y describir de una manera casi teatral su percepción de Dios.
La tentación de olvidarnos del protestantismo en los estudios comparativos de la mística es grande, pese a la insistencia general en el tronco único del que parte la división de la Iglesia cristiana, y a la importancia que reviste en este estudio: una de las razones, no la menor, radica en el empeño de algunos estudiosos protestantes en diferenciarse de la vida contemplativa a través de la acción y del trabajo. Bruner, en ‘La Mística y la Palabra’, alertaba del peligro de que el ser humano se redujera siempre a su propia percepción y, por lo tanto, concibiera a Dios como un hombre sublimado, idealizado, y no al representante de un mundo completamente nuevo, a Dios como Dios.
Por otro lado, los místicos católicos podrían fallar al acercarse a un Dios completamente desligado de la experiencia humana, que incluiría la muerte, su vida terrena y sus experiencias personales, para fusionarse a Él únicamente en un aspecto. Con la presencia de la palabra, y no con su interpretación literal, queda marcada la importancia de la percepción absoluta.
Influencias inolvidables
A través de sus lecturas, Teresa de Jesús, aquella niña ‘devorahistorias’ de Ávila que lloraba cuando, ya de adulta, la censura le arrebataba sus amados libros, había absorbido varias influencias inolvidables: los propios escritos bíblicos, algunos de los textos y los estudios de san Agustín, y las ricas y abigarradas novelas de caballería. Y esas lecturas las compartía con gran parte de los ideólogos y literatos de su época, entre ellos, aunque posiblemente ella desconociera la tradición clásica grecorromana y le faltaran los conocimientos históricos que vertebraron parte de la obra de otros autores contemporáneos. Para paliar esa carencia, usó las hermosas imágenes de la liturgia católica y de las ensoñaciones de las novelas de caballería. Integradas en su obra, sirvieron como una influencia constante para los teólogos tanto católicos como protestantes posteriores.
Los luteranos no excluían ni la iluminación ni la unión mística en su dogma, pero la importancia que le asignaban era mucho menor: y sin comprender la vivencia humana de Cristo, que pasa por la tentación, por el sufrimiento y la propia muerte, no es posible completar la experiencia de la fe.
Si se pierde de vista la presencia constante, social, psicológica y conformadora del individuo de esa narración de la vida de Cristo y su inmortalidad a través de la muerte, tampoco es posible comprender la trascendencia y la modernidad que, aún hoy, muestran los personajes de novelas y obras de teatro contemporáneas a la santa, principalmente en las tragedias: pero, a diferencia de esas ficciones, Teresa se explica a sí misma a través de su proceso de oración. Se convierte en el estudio y el personaje principal de toda su obra literaria, en una búsqueda constante de otro personaje omnipresente en ausencia y presencia, que es Dios.
Una persona real
Teresa es una persona real, la representación inmediata, en carne y hueso, de una experiencia inefable y con anhelos de universalidad. Mientras otros, privados de la experiencia mística, intentan, a través de lo intelectual, inducir una catarsis similar en quien la lee u observa, Teresa narra y describe, con una llamativa ausencia de hechos históricos. Incluso pasa de puntillas por su biografía, que tantos quebraderos de cabeza y tantas horas de investigación dará a sus estudiosos ¿Antepasados con certificado de limpieza de sangre o abiertamente judíos? ¿Escándalo social cuando era adolescente, o solo el miedo de su familia a que lo generara?
La única historia que le interesa a Teresa en su existencia es la de su relación con Dios y cómo ha llegado hasta Él en un camino de oración. Un tipo de vivencia, por lo tanto, más cercana a la poesía que a la narrativa, por más que ella fuera una magnífica ‘biografista’. (…)
Pliego completo solo para suscriptores
Índice del Pliego
Realidad y ficción
El honor, patrimonio del alma
Las imágenes y la imaginación
Loca, cuerda, cuerda, loca
Humano y hombre
Y al final…