¿Cómo será la Iglesia después de la pandemia? Es difícil responder a esta pregunta cuando aún estamos atravesando momentos de enorme incertidumbre. Es difícil escribir sobre estos temas sin caer en los lugares comunes que solo aportan confusión. Hasta los políticos más poderosos, los mejores científicos o los pensadores ilustres buscan imprecisos las palabras para describir lo que ocurre y vislumbrar un camino de salida. Y, sin embargo, no podemos ni debemos resistirnos al impulso de intentar imaginar el futuro. Necesitamos hacerlo para sostenernos unos a otros en la esperanza y para curarnos las heridas que está provocando esta dolorosa experiencia. Aunque sea tanteando, debemos intentar adivinar hacia dónde nos dirigimos, necesitamos algún mapa que nos oriente, aunque seamos conscientes de su precariedad.
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La misma precariedad que nos agobia nos empuja a leer, escribir, pensar, dialogar. Al menos con el formato de breves ensayos, apuntes, bocetos, borradores, o quizás a través del arte, del teatro, de la poesía; como cada uno pueda, todos podemos intentar responder al desafío de este tiempo con la mayor responsabilidad y creatividad. Quizá compartiendo con honestidad nuestras incertidumbres seamos capaces de redescubrir juntos algunas certezas. En estos momentos, todos nos tenemos que acompañar unos a otros, pero sin olvidar que, para redescubrir las certezas, lo primero será seguir el consejo del único Maestro: “Retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto…” (Mt 6, 6).
Para comenzar, una primera intuición: después de este tiempo de duras pruebas, la Iglesia será, seremos, finalmente, aquella Iglesia soñada medio siglo antes, cuando el Espíritu congregó a todos los obispos en un histórico Concilio.
Cuando aquellos pastores reunidos en el Concilio Ecuménico Vaticano II se expresaron sobre “la Iglesia en el mundo actual”, comenzaron diciendo que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1). Seguramente entonces no imaginaron que esas palabras se iban a poder leer más adelante como se lee una profecía, como se lee un texto destinado a revelar todo su contenido mucho después.
No podían imaginar en aquellos días que una pandemia convertiría esas palabras, que para muchos sonaban algo retóricas y describían más un conjunto de buenas intenciones que una realidad, en una experiencia palpable, dolorosa, ineludible. Sí, después de infinidad de marchas y contramarchas, de agotadoras y estériles discusiones posconciliares, finalmente una tragedia global ha puesto en evidencia la verdad incuestionable de esas palabras: la Iglesia y el mundo están en la misma barca. ¿Por qué cuesta aceptarlo? ¿Cómo es posible que haya llevado tanto trabajo comprender algo tan evidente?
El motivo para esa dificultad de comprensión podemos encontrarlo en un dato concreto: no fue fácil derribar todas aquellas murallas levantadas durante siglos. Esas murallas, invisibles pero implacables, que separaban a los “hijos de la Iglesia” de los ateos, los agnósticos, los miembros de otras comunidades religiosas, los impíos, los librepensadores y tantas otras etiquetas. No fue fácil que cayeran los muros que dentro mismo de las comunidades eclesiales se fueron levantando con vergonzoso tesón. No fue fácil dejar atrás esos tiempos en los que para afirmar la propia identidad se necesitó tener claro quiénes eran los “los otros”, “los de afuera”, los que “no eran de los nuestros”, en algunas ocasiones “los enemigos de la fe”.
Esos tiempos en los que, en contra de todas las enseñanzas del Maestro de Galilea, los cristianos nos propusimos al mundo como un ejemplo que todos debían seguir, como una comunidad de iluminados –“la sal de la tierra y la luz del mundo”–, olvidando que la única manera de ser esa sal y esa luz era convirtiéndose en servidores de todos, buscando siempre el último lugar. No fue fácil. El camino no se hizo escribiendo documentos magisteriales ni pronunciando homilías brillantes. Hizo falta la vergüenza de los abusos sexuales a los indefensos, las iglesias desiertas, los escándalos económicos y una larga y dolorosa lista que culminó en una pandemia que destrozó todas las soberbias que aún quedaban en pie. Ahora sí, ahora “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo”, finalmente ya son las nuestras. Muy a pesar de algunos, estamos todos en la misma barca.
Además de escándalos y tragedias, en estos tiempos han ocurrido, dentro y fuera de la Iglesia, muchas otras cosas. Una de las más importantes ha sido la deslumbrante transformación que ha provocado la tecnología de las comunicaciones y todo aquello que se sintetiza con esa expresión cuyo significado aún no es evidente: la cultura digital. Pero lo concreto es que esa transformación que llegó de la mano de la ciencia y la técnica cambió el mundo de una manera que, en aquellos tiempos del Vaticano II, aún era imposible vislumbrar. Y el cambio provocado, curiosamente, nos condujo en la misma dirección hacia la que nos conduce la pandemia: el mundo se ha convertido en una única casa común en la que todos nos encontramos sorprendentemente cerca unos de otros. Por un camino diferente, la experiencia de la revolución de las tecnologías de la comunicación también nos lleva a reconocer que estamos todos en la misma barca y que no hay muros capaces de mantener a algunos a salvo. La imagen del Titanic, en el que naufragan ricos y pobres, jóvenes y ancianos, el capitán y los marineros, se convirtió así también en profecía.
Estamos experimentando una misma fragilidad, una idéntica finitud. Estamos también sintiendo en carne propia hasta qué punto somos una única gran familia y nadie puede desentenderse de su hermano, pero podemos preguntarnos: ¿por qué motivo esto debería ser una mala noticia? Sí, para algunos puede haber un motivo. Ya lo advierte la Biblia en aquellos relatos también proféticos, trágicos y de conmovedora belleza: “‘¿Dónde está tu hermano Abel?’. ‘No lo sé’, respondió Caín… ‘¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo’” (Gn 4, 9). Quizás por eso nos cuesta caminar “con los pies en la tierra”, porque esa tierra no es una cosa que está allí silenciosa y disponible, esa tierra grita. Y no nos agrada escuchar lo que dice. Ya sea por la sangre inocente derramada como por el maltrato a la que la sometemos, la tierra está gritando. Sin embargo, si somos capaces de escuchar ese grito, si somos capaces de dejarnos conmover, quizás esa voz nos transforme y se convierta en palabra portadora de una magnífica noticia.
Aceptar que estamos en la misma barca tiene una primera consecuencia concreta: estamos viviendo momentos en los que ya no hay espacio para elaborar teorías que una minoría de iluminados propone a la humanidad entera. Ahora parece un tiempo propicio para compartir experiencias que nos permitan encontrar entre todos algunas respuestas. (…)
Índice del Pliego
¿CÓMO SERÁ LA IGLESIA DESPUÉS DE LA PANDEMIA?
EN LA MISMA BARCA
AGRANDAR LA CASA
EN EL MARGEN
JUNTOS
FRÁGILES, UNA BUENA NOTICIA