La misión de la Iglesia ha tenido un alcance universal desde su origen. Ahora bien, esa universalidad ha sido realizada de modos diversos a través de la historia. Es decir, la misión universal ha adoptado figuras diversas a través de los siglos. Es como una melodía que adopta interpretaciones o variaciones distintas.
En esta ocasión, ante la celebración del Congreso Nacional de Misiones, intentaremos una lectura teológica de la misión ‘ad gentes’, de lo que normalmente se ha conocido como ‘misiones extranjeras’. Este modelo ha impregnado nuestro imaginario colectivo (condensado en el Domund). Actualmente, sin embargo, esta figura está sometida a una transformación radical. En ella, no obstante, se encierra un tesoro de la vida de la Iglesia que debe ser conservado más allá de los cambios. Hace falta por ello un discernimiento para identificar la melodía que va a ser interpretada en unas nuevas circunstancias históricas. Está en juego algo esencial para la vitalidad y el rejuvenecimiento de la Iglesia.
La misión ‘ad gentes’, una figura o modelo de la misión universal de la Iglesia, se fue desarrollando y consolidando en la época moderna, a raíz de la ampliación del horizonte geográfico producido por las empresas de navegación y por los proyectos de colonización de los países tradicionalmente cristianos. Hasta entonces, se utilizaba otra terminología, sobre todo “propagación de la fe”. En la nueva circunstancia histórica, “misión ad gentes” fue asumiendo un significado concreto: “gentes” se refería a grupos humanos que no tenían conocimiento del Evangelio, que se encontraban a muchos kilómetros de distancia, que poseían culturas diversas y exóticas, que practicaban religiones extrañas… Por ello se hablaba de ‘misiones extranjeras’.
El anuncio del Evangelio a las “gentes” se realizó, como resulta lógico, en el marco de la teología y de la estructura política de la época: en vinculación con los reinos cristianos que pretendían conquistar nuevos territorios, con actitud de superioridad cultural y religiosa, con una visión negativa de las religiones no cristianas y de la posibilidad salvífica de sus miembros, con un planteamiento unidireccional de la misión, dentro de una concepción eclesiológica clerical, trasplantando a regiones lejanas el modelo eclesial europeo…
En este escenario –que, sin duda, incluía notables ambigüedades– se desplegó lo mejor del fervor cristiano para la conversión y evangelización de los pueblos paganos: a) los misioneros entregaron sus vidas para ofrecer a aquellas personas lo que consideraban más valioso (el bautismo en nombre de Cristo, condición para su salvación); b) el pueblo cristiano, cuando se debilitó el apoyo institucional de los gobiernos, mostró su generosidad acompañando la tarea de los misioneros con su admiración, su oración y su aportación económica (de ahí surgirán las Obras Misionales Pontificias).
Gracias a ello, la misión ‘ad gentes’ tuvo un enorme éxito: el Evangelio fue anunciado en todos los rincones del mundo (entre todos los pueblos de la tierra), surgieron comunidades eclesiales en todos los continentes, la Iglesia se hizo universal y católica de modo más visible… El florecimiento de las misiones extranjeras hizo posible la constitución de una Iglesia auténticamente mundial.
Las circunstancias históricas y la reflexión teológica siguieron cambiando y, a lo largo del siglo XX, se fue configurando un nuevo paradigma, una nueva figura de la misión universal. En esta evolución tuvo un carácter profético y anticipatorio Benedicto XV con su carta apostólica ‘Maximum illud’ (30 de noviembre de 1919), que supo intuir la encrucijada del momento y marcar los caminos del futuro: las “misiones” empezaron a ser consideradas como Iglesias, no simplemente como delegaciones de la Iglesia occidental.
El Vaticano II consolidó una nueva figura de la misión universal. Ello se produjo, como no podía ser de otro modo, en medio de tensiones. Al Concilio los obispos misioneros acudieron con preocupaciones de carácter jurídico y administrativo, pero progresivamente debieron afrontar cuestiones y planteamientos de carácter más teológico. Las “misiones” fueron consideradas desde una visión estrictamente teológica. Ello condujo a una concepción renovada de la misión universal. Las dificultades de la transición fueron enormes. Pero enorme fue también el avance realizado: la misión ‘ad gentes’ y las misiones quedaron insertadas de modo esencial en la misión de la Iglesia, no eran algo secundario o marginal.
Este nuevo paradigma se condensó en el decreto conciliar ‘Ad Gentes’ (7 de diciembre de 1965), del cual conviene resaltar cuatro coordenadas fundamentales:
a) La actividad misionera no solo se inserta en la misión de la Iglesia, sino en el dinamismo de la economía trinitaria (capítulo I).
b) Debe irse modulando a la luz de las circunstancias socio-históricas, lo cual reclama un discernimiento y una adaptación continua (AG 6).
c) Describe los elementos de la obra misionera en sus distintas fases (capítulo II), que ha de servir como paradigma de toda acción pastoral de la Iglesia.
d) Reconoce el protagonismo de las Iglesias locales, haciendo ver que nacen de la misión y que, desde su nacimiento, deben vivir para la misión (capítulo III). (…)
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Índice
1. La situación actual: en las encrucijadas de la historia
2. El Misterio del Dios misionero: las misiones del Hijo y del Espíritu
- La filantropía del Dios Trinidad
- Universal por su amplitud y su intensidad
- El Reino de Dios en la misión del Hijo y del Espíritu
- Pascua/Pentecostés, centro del Misterio y de la misión
3. La misión de la Iglesia: en el dinamismo del Reino y de la Pascua
4. La Iglesia como comunión de Iglesias: la Iglesia local nace de la misión y vive para la misión
5. La participación y corresponsabilidad de todos en la misión ‘ad gentes’
6. En la reconfiguración de la misión ‘ad gentes’