Vivimos tiempos inciertos, a nivel individual y colectivo, y eso nos desconcierta, nos angustia y, en cierta medida, nos paraliza. Quien más quien menos está acostumbrado a llevar una vida “planificada”, tanto a nivel personal como profesional. Tenemos unas rutinas que nos tranquilizan porque nos alejan del caos: los niños, al cole; nosotros, a la oficina; el sábado, compra; el domingo, excursión… Y, ahora, la propagación del coronavirus y las medidas destinadas a contenerla dinamitan toda esa organización.
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Esta situación está poniendo frente a nuestra conciencia realidades que teníamos relegadas al desván de la misma. Una realidad clave: la “fragilidad”. Estamos aprendiendo la gran lección que nos enseña la epidemia del coronavirus: que somos criaturas más frágiles de lo que pensábamos. Lo que la gente quiere decir generalmente, cuando afirma que nos hemos descubierto frágiles, es que en las últimas semanas nos hemos dado cuenta de que somos mortales. La amenaza de la muerte flota en el aire, literalmente. Somos vulnerables.
Hace unos meses, veía asombrada en la televisión a un telepredicador que aseguraba que dentro de nada el hombre podría alcanzar prácticamente la inmortalidad gracias a la ciencia. Me horrorizó esa petulancia y engreimiento, que negaba la realidad y que presentaba una posición tan prometeica como deseable. Ha caído nuestro orgullo occidental de sentirnos omnipotentes protagonistas del mundo moderno, señores de la ciencia y del progreso. La pandemia actual nos pone de manifiesto la sorprendente vulnerabilidad de toda una civilización.
Hoy tenemos muy presente la muerte de tantas y tantas personas, muchas de ellas cercanas y conocidas. Yo asistí a la muerte de mi compañera de habitación en el hospital, una viejecica frágil como un pajarico que murió a mi lado, en silencio, y las dos solas, pasivas e impotentes. Nuestra civilización no sabe qué hacer con la muerte, ha pretendido ocultarla y eludir todo lo posible su trágico desafío; y ahora hemos contemplado por la televisión esas morgues improvisadas llenas de féretros; no en países lejanos, sino en nuestros centros deportivos. A nuestra civilización se le rompe otra costura, la de negar la muerte.
Considero imperativo que hablemos de la muerte, porque ella es la que, con su vieja e inexorable guadaña, nos asola. ¿Cómo la entendemos? ¿Cómo la encaramos en una nueva epidemia que amenaza a la especie en su conjunto? Tenemos que ser capaces de hablar de ello, pues estamos en un proceso de duelos anticipados, de duelos reales y, si no los enfrentamos, la angustia será aún peor. El contagio es un sinónimo de muerte, pero eso no se pronuncia. ¿Por qué? Creo que porque hemos abandonado nuestras ideas sobre lo trascendente, creyendo, más bien, que lo trascendente es la técnica, la “ciencia”. Y nuestro miedo es todavía mayor porque ni la técnica ni la ciencia nos pueden salvar del virus a día de hoy.
A lo largo de estas semanas, se ha eliminado –de forma justificada– la dimensión social de nuestras despedidas, para evitar males mayores. Actos en torno a la pérdida, tan significativos para el doliente como disponer del apoyo social en unos momentos tan difíciles o poder desarrollar con normalidad los rituales propios de nuestra comunidad, son muy importantes para que el proceso de duelo sea normal y no se complique. Sin embargo, el estado de alarma decretado y las actuales exigencias sanitarias han limitado en gran medida estas expresiones que validan el dolor y el sentimiento de pérdida de la persona doliente y, por eso, dificultan la elaboración de un duelo normalizado.
Como ser doliente, es normal que necesites saber que tu dolor tiene un impacto en los demás; por lo que, generalmente, las personas que han sufrido una pérdida suelen valorar mucho la presencia y compañía de las personas que aprecian. El apoyo emocional recibido en esos primeros momentos es crucial, hasta el punto de dificultar o favorecer el proceso posterior de duelo.
En estos momentos de elaboración del duelo, es posible que las personas experimenten una gran variedad de emociones –tristeza, rabia, culpa, impotencia…–, incluso que sientan que esto no va con ellas y que no está ocurriendo, generando así un estado de confusión e incredulidad. Algunas personas refieren sentirse agotadas física y psicológicamente por la situación especial que estamos viviendo y por todo el tiempo de cuidados. La frustración, el enfado y la culpa son emociones que pueden estar muy presentes estos días y, tal vez, durante algún tiempo. A la pérdida de un familiar, hay que añadirle las circunstancias especiales de su muerte: no poder cuidarle, acompañarle y despedirle en sus últimos momentos como les hubiera gustado, hace que experimenten síntomas de desregulación física y psicológica asociada a esta situación traumática.
La culpa puede ser un veneno que nos angustie y nos haga enfermar. La muerte de tantos ancianos en residencias ha podido reabrir viejas heridas en muchas familias: no solo por la decisión de llevar a nuestros padres o madres a dichos centros, sino porque nos sentiremos culpables por no haber ido a verlos lo suficiente, además de rebelarnos ante este sistema social que impide a las familias vivir varias generaciones juntas. Ni los horarios de trabajo, ni el tamaño de las casas, ni las posibilidades económicas permiten en muchos casos la convivencia con los padres y abuelos o vivir cerca de ellos para cuidar y mantener mejor los vínculos.
Estamos llamados a ser compasivos con nosotros mismos o a no ser tan duros. En las circunstancias actuales, que escapan al control de todos, estamos llamados a analizar esta situación desde nuestro corazón, con compasión y comprensión; no necesitamos añadir más dolor al dolor; estamos llamados a aceptar que, aunque es una realidad dolorosa y traumática, solo a través del camino paciente y constante hacia la aceptación nuestro corazón dolorido encontrará consuelo y saldrá fortalecido.
José Antonio Pagola nos recuerda que “estamos demasiado atrapados por el ‘más acá’ para preocuparnos del ‘más allá’. Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos que el desarrollo técnico pone en nuestras manos, no parece que necesitemos un horizonte más amplio que ‘esta vida’ en la que nos movemos. Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente, que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero que lo hace desde una confianza radical en Cristo resucitado. Una confianza que difícilmente puede ser entendida ‘desde fuera’ y que solo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser, las palabras de Jesús: ‘Yo soy la resurrección y la vida’. ¿Crees esto?”. (…)
Índice del Pliego
LA HERMANA MUERTE
LA VIDA, DON Y TAREA
LA ‘ENFERMABILIDAD’ DEL SER HUMANO
VARIAS RESPUESTAS, SOBREABUNDA LA GRACIA
PODEMOS CAMBIAR
LA CONVERSIÓN ECOLÓGICA
OTRAS CARICIAS
NUEVOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
CADA DÍA TIENE SU AFÁN
SOSTENER LA ALEGRÍA: ACTO DE RESISTENCIA CONTRA LA DESESPERACIÓN Y SUS FUERZAS