Viajemos por un instante hasta el siglo I. Allí nos encontramos a un judío camino de Damasco cumpliendo con su misión de perseguir a los seguidores de Jesús de Nazaret, a los primeros cristianos. Su nombre era Saulo de Tarso. Pero fue precisamente en ese recorrido cuando el perseguidor sufre una experiencia de conversión que le hará pasar a la historia, sin embargo, como san Pablo, el “Apóstol de los gentiles”. Así nos relata ese episodio el libro de los Hechos de los Apóstoles:
“De repente lo envolvió con su resplandor una luz venida del cielo, y cayendo a tierra oyó una voz que le decía: ‘Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?’. Él dijo: “¿Quién eres, señor?’. Y él: ‘Yo soy Jesús, al que tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que tienes que hacer’. Los hombres que caminaban con él se quedaron sin palabra, oyendo la voz pero no vieron a nadie. Saulo se levantó del suelo, pero, aun con los ojos abiertos, no veía nada; llevándolo de la mano lo introdujeron en Damasco, estuvo tres días sin vista, y no comió ni bebió” (Hch 9, 3-9).
Si del siglo I nos vamos de visita a la Capilla Cornaro de la iglesia de Santa María de la Victoria, en Roma, nos encontramos con un grupo escultórico de mármol creado por Gian Lorenzo Bernini y que conocemos como ‘El éxtasis de santa Teresa’. Allí refleja uno de los pasajes más conocidos de la vida de la santa abulense del siglo XVI narrado por ella misma:
“Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto” (‘Vida’, 29).
Probablemente, casi ningún creyente desconoce estas dos figuras de la tradición cristiana ni tampoco los relatos narrados en los pasajes transcritos. ¿Qué les pasó realmente a Saulo o a Teresa? ¿Fueron auténticas tales visiones? Y si las tuvieron, ¿a qué se debieron? ¿Qué fue lo que las produjo?
Las respuestas que se han dado a estas cuestiones restan de ser uniformes, aunque últimamente desde algunos ámbitos se afirma que se trata de experiencias que no son sino el fruto de la llamada “epilepsia del lóbulo temporal”, es decir, que en realidad detrás de las experiencias místicas o de las de conversión, tales como las descritas, estaría una patología que afecta a una importante región del cerebro.
Dicho más claramente: la fe que mueve la vida de Pablo de Tarso, así como las experiencias místicas de santa Teresa, no serían sino el fruto de una alteración que se puede localizar en una parte de nuestro cerebro, algo que afecta en mayor o menor medida al conjunto de aquellas personas que se declaran como creyentes, más allá de la religión concreta que puedan profesar. Es más, alterando ciertas estructuras cerebrales incluso podríamos conseguir que un ateo beligerante se convirtiera en un apasionado creyente.
De hecho, imaginemos por un momento que disponemos de una máquina que podemos poner sobre la cabeza de alguien para estimular una pequeña región del cerebro y lo hacemos precisamente sobre aquella que afecta a las creencias de la persona. En realidad, parece que no es necesario echarle mucha imaginación, sino que la máquina en cuestión existe y se llama ‘estimulador magnético transcraneal’ (el “casco de dios”). Es más, en el capítulo titulado “Dios y el sistema límbico” de la obra ‘Fantasmas del cerebro’, V. S. Ramachandran cuenta precisamente que el psicólogo canadiense M. Persinger se hizo con uno de esos aparatos, estimuló partes de sus lóbulos temporales y empezó a sentir a Dios por primera vez en su vida, algo que no fue una sorpresa total para Ramachandran, pues sabía que los lóbulos temporales, especialmente el izquierdo, intervienen en la experiencia religiosa.
En el fondo, y a pesar de los recelos que genera la máquina de Persinger, la tesis que tanto estos como otros autores sostienen es que la fe (y la religiosidad en toda su amplitud) no es sino un mero producto del cerebro, o mejor dicho, de una alteración de alguna región cerebral. Basta hacerse con un “casco de dios” para empezar a tener experiencias espirituales.
Evidentemente, semejante tesis plantea algunas cuestiones que hoy adquieren bastante relevancia, sobre todo por los enormes avances que se están produciendo en el campo de la neurociencia actual, pero también por la importancia que tiene la fe para millones y millones de personas en todo el mundo. ¿Qué aporta la neurociencia a la pregunta sobre Dios? ¿Qué nos dice acerca del origen de la fe? ¿Cuál es la relación entre ambas? ¿Son las experiencias religiosas o espirituales un mero producto de alteraciones cerebrales?
Soy consciente de que tal vez habría que distinguir la espiritualidad de la religiosidad, de la fe, e incluso de las experiencias místicas, aunque considero tales distinciones irrelevantes para lo que nos proponemos en el presente artículo, que no es sino ofrecer algunas notas que, a mi juicio, pueden orientar la cuestión de fondo, que es la relación entre la neurociencia y la fe.
Índice del Pliego
I. VISIONES, CONVERSIONES Y ÉXTASIS
II. LA ACTUALIDAD DE LO “NEURO”
III. DE LA NEUROCIENCIA A LA NEUROTEOLOGÍA
IV. ¿DIOS EN EL CEREBRO? EVITAR EL NEUROESENCIALISMO
V. CONCLUSIÓN: HABLAR MÁS Y MEJOR DE DIOS
- El ser humano como agraciado por Dios
- La necesidad del diálogo inter y transdisciplinar