Mientras que algunos anuncian el regreso a una “nueva normalidad”, el mundo y sus habitantes seguimos sumidos en una zozobra inaudita, de la que aún no vemos la salida. Quién hubiera creído hace tan solo unos meses que un bichito de tamaño microscópico sería capaz de hacer temblar el orden establecido. Quién hubiera previsto que una presencia temible e invisible vendría a revelarnos en silencio nuestra verdadera medida, dejando al desnudo nuestra condición vulnerable y confrontándonos impunemente con la cara y la cruz de nuestra identidad.
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La pandemia ha llegado a confirmarnos bruscamente, dolorosamente, que el ser humano es un ser social y que solo existe ante el rostro del otro. En el siglo XX, el filósofo Emmanuel Lévinas puso de relieve con una claridad todavía no superada las consecuencias de ese “humanismo del otro hombre”, según el cual la alteridad constituye un movimiento permanente donde están llamados a encontrarse el “yo” y el “otro”. Curiosamente, esta certeza ética de que el ser humano es un “ser ante el otro” y un “ser para el otro” no se desarrolló apaciblemente en un despacho de la universidad, sino que tuvo que atravesar con desgarro los horrores de la II Guerra Mundial y del Holocausto.
El cristianismo busca el origen de esta realidad antropológica en el misterio mismo del Dios trinitario, de cuya esencia forma parte la comunión en la diversidad. La Trinidad, lejos de ser un “Dios solo”, es un “Dios único” que alberga en su seno una relación de amor entre las tres personas divinas. Creado a su imagen y semejanza, el ser humano está llamado a realizarse plenamente en la relación, tal como lo expresan dimensiones como el rostro, el lenguaje y la sexualidad.
El rostro es la zona del cuerpo que diferencia de manera particular a unos seres humanos de otros. El rostro confiere unicidad a la persona y permite reconocerla en medio de la multitud. Paradójicamente, el rostro propio nos es ajeno, ya que no podemos verlo directamente; se halla orientado hacia los demás, como si fuera la mirada del otro la que nos ayudara a descifrar profundamente quiénes somos.
La relación con el otro, que comienza con el cruce de dos miradas, se teje a través de los múltiples registros del lenguaje. Según los expertos, el lenguaje no verbal acapara más del noventa por ciento de nuestra comunicación, mientras que la palabra ocupa apenas un diez por ciento. Nos decimos, por tanto, no solo a través del discurso lógico, sino también –y sobre todo– por medio de la postura corporal, los gestos, etc.
La sexualidad representa otro aspecto básico de la relación que constituye nuestra esencia humana. A diferencia de los animales, para quienes la distinción sexual permite básicamente la continuidad de la especie, los seres humanos experimentamos la sexualidad como un canal privilegiado de apertura profunda y de encuentro con el otro diferente.
La pandemia ha provocado un derrumbamiento súbito y brutal de los cauces que facilitan la relación. El distanciamiento social, el uso de mascarillas, el confinamiento en el domicilio, la utilización de equipamientos especiales entre el personal sanitario, el aislamiento de los enfermos, el tratamiento particular de los muertos… Todas estas medidas, que han pasado a formar parte de nuestra vida cotidiana, entrañan riesgos graves para la humanidad. Como consecuencia, una soledad a gran escala se ha instalado, al menos provisionalmente, en todo el planeta.
El miedo a contagiar a otros y a ser contagiados por otros obliga a un alejamiento masivo que nos resulta extraño. Todo nos incita a separarnos de los demás, a mirar con recelo a quien tose o estornuda, a juzgar como irresponsable a quien no se ha puesto correctamente la mascarilla, a huir de quienes sabemos que están en contacto directo con enfermos de coronavirus.
El trabajo se transforma, como nunca antes, en teletrabajo; cada uno en su casa, como puede, si puede. Las escuelas se cierran; los niños quedan recluidos y solo los más afortunados siguen las clases por internet. La casa se convierte en una pequeña cárcel, sobre todo para las familias con menos recursos, que se ven obligadas a compartir permanentemente los escasos metros cuadrados de que disponen. Los más vulnerables, sin techo o con un techo precario, se ven arrojados a una calle plagada de riesgos.
Los ancianos que viven en residencias pierden el derecho de ser visitados por sus seres queridos, igual que los enfermos que se encuentran en los hospitales. Muchos atraviesan en total soledad la última etapa de la vida, y mueren acompañados únicamente por algún trabajador del centro, mientras que sus familias se desesperan por no poder ir a verles.
Los profesionales de la salud se pierden en el interior de sus trajes especiales, que apenas les permiten respirar. Mono, gafas de protección, mascarilla, visera, guantes… Entre compañeros, se reconocen apenas por los zapatos. Cuando, agotados por el trabajo y la falta de medios, salen por fin a la calle, se encuentran con gentes asustadas que les aplauden desde los balcones mientras que les rehúyen en la acera temiendo la propagación del virus.
La relación con los enfermos queda mediatizada por una distancia insólita. El paciente no ve más que los ojos de la persona que tiene enfrente, no escucha claramente una palabra difusa detrás de la mascarilla y la visera, no percibe la piel que le toca debajo de los guantes. Los sentidos reciben constantemente un mensaje de peligro.
Hasta los muertos están solos. No tienen derecho a ser lavados y velados como los muertos en tiempos normales. Hay que deshacerse de ellos lo antes posible y sin que nadie los vea, para evitar el contagio. Son depositados en sacos de plástico, su dignidad es confundida con los desechos. Sus cenizas esperan un destino definitivo en la estantería anónima de una morgue improvisada. (…)
Índice del Pliego
Ser en relación
Una soledad a gran escala
La salmodia de la soledad
Las soledades de los orígenes
Soledades que hieren
Soledades que revelan
Jesús y la experiencia de la soledad
Jesús y el combate contra la soledad
Pandemia, soledad y crecimiento
Aprendizajes de la soledad
“Firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio”