A los 91 años de edad parece no haber perdido su juventud. Si bien su físico da cuenta de que “los años no vienen solos”, su mente, su afecto, sus ideas y su concepción de Iglesia son los de una persona que está llena de vida.
Hesayne, obispo emérito de Viedma, en la Patagonia, forma parte de un vasto período de la historia de la Iglesia en Argentina. Por eso, queremos rescatar esa “parte” de la historia que él representa.
En las próximas páginas, el testimonio en primera persona de un hombre que ama a Jesús y que tiene los pies en la tierra.
Producción y redacción periodística: Roxana Alfieri y Nicolás Mirabet
El papa Francisco
Se había hablado mucho de Jorge, pero como ya tenía muchos años no venía pensando en él. Cuando empezó a salir el humo blanco, me senté muy cómodamente delante de la televisión a ver quién podría ser, y por la cabeza se me cruzó: “¿y si es Jorge?”
Y cuando el cardenal Jean-Louis Tauran pronunció el nombre, sentí satisfacción y una emoción hasta las lágrimas.
Yo lo conocí y lo traté, sobre todo, como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. En 1976 traté con él como provincial de los jesuitas. Yo le pedía sacerdotes para Viedma. Recuerdo su carta: “Los jesuitas intentaron evangelizar la Patagonia por la zona andina, y fracasaron humanamente. Tenemos al padre Nicolás Mascardi que murió en el martirio.” Entonces yo respondí: “Ahora trate de entrar por la zona oceánica”.
Los jesuitas ya estaban en Sierra Grande[1]; los había convocado monseñor Alemán. Yo veía cómo trabajan; eran misioneros incansables. Por eso le pedí a Jorge unos jesuitas para San Antonio Oeste.
Primero me respondió que era muy difícil porque no había jesuitas disponibles, pero un día me llegó una carta que decía: “Con mucha parresía, hemos decido tomar a nuestro cargo la parroquia de San Antonio Oeste”. Y así fue que envió al padre Rubio Achával, un gran predicador de ejercicios espirituales, y después al padre Pellegrini.
Con Pablo VI
En mayo de 1978 tuve la primera entrevista de obispo con un papa, Pablo VI. Él me pidió la entrevista porque yo llevaba tres años en un inmenso territorio, me la pasaba viajando 2050 kilómetros para recorrerlo entero. La parroquia más cercana la tenía a 160 kilómetros y la más lejana a 1330.
Entonces le dije que no tenía tiempo para rezar, salvo la Eucaristía diaria, a lo que me respondió: “Su oración es ‘esto’” y me mostró los dos puños cerrados enfrentados moviéndolos arriba y abajo como si estuviera manejando un automóvil.
Siguió: “Pero le voy a dar un obispo auxiliar”, y me dejó con la inquietud.
Yo le había dicho que estaba dispuesto a dejar el instituto secular, y me dijo algo que tengo grabado en el corazón: “No. En cuanto usted pueda, tiene que darle todo el tiempo episcopal al Instituto Cristífero, porque los institutos seculares son un carisma nuevo desconocido para los obispos y no pocos sacerdotes”.
Cuando al final de los años 90 surgieron las nuevas diócesis (Alto Valle y Bariloche) en un territorio en donde había una sola diócesis, y ya había tres obispos y un coadjutor, comencé a pensar si no era hora de renunciar. Pero como mi corazón estaba en Río Negro, me resistía.
En diciembre de 1994 se me ocurrió pedirle a santa Teresita, de quien soy muy amigo de hace años, que me diera alguna señal.
En la Vigilia Pascual de 1995, en la parroquia de barrio donde estaba celebrando, había una anciana muy humilde que iba y venía. Entonces le dije al párroco: “Decile que se acerque, que no tenga temor”.
La señora vino muy temblorosa. Traía en la mano lo que me parecía un pañuelo blanco. Cuando llegó al altar, me lo entregó: era una rosa blanca. Ahí me acordé del signo que le había pedido a santa Teresita. La señal de la rosa blanca también se la escuché a Bergoglio, ya siendo Francisco.
Entonces le pedí audiencia a Juan Pablo II. Le presenté el caso; tuvimos una larga conversación para discernir; me hizo muchas preguntas para ver si renunciaba tres años antes de lo establecido. Finalmente me dijo: “Lleve la renuncia al dicasterio de los obispos”. Y aquí estoy…
Y se cumplió lo que me dijo alguna vez mi amigo y confidente Eduardo Pironio[4]: “Mirá Esteban, vas a ir llorando pero te vas a encariñar tanto que no vas a querer salir de Río Negro”.
Y me he dado cuenta de que Río Negro era mi lugar y sentí nostalgia de no ser obispo diocesano, especialmente cuando terminé de leer La alegría del Evangelio.
Esto lo voy a explicar con una imagen: La alegría del Evangelio te da pista para aterrizar y te da plafón para descender en todos los aspectos de la pastoral, de acuerdo al Vaticano II.
El Evangelio de Jesús, el Vaticano II actualizado en Aparecida y esta exhortación son el motor para todo este siglo.
Yo la leí de entrada, casi en un día. Y ahora la tengo en la mesita de luz con la Biblia.
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