Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.180
Nº 3.180

Pentecostés: el soplo de la libertad

La pandemia del COVID-19 nos ha ofrecido motivos y tiempo más que suficientes para pensar en nosotros mismos y en el mundo. Entre el dolor y la inquietud, entre la preocupación por el trabajo o los estudios, no hemos podido eludir las preguntas sobre la fe y la increencia, sobre la esperanza y la paciencia, sobre el amor y la insolidaridad, sobre el bien y el mal. Precisamente, la celebración de la solemnidad de Pentecostés nos invita a reflexionar sobre la respuesta de la fe a las presiones del mal y sobre la fuerza arrolladora del Espíritu.



De pronto, nos hemos visto confinados. Y hemos recordado un versículo de los Hechos de los Apóstoles que parece más que pertinente para nuestra situación: “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar” (Hch 2, 1). Suponemos que el grupo está compuesto por los Doce, tal vez acompañados por María, la Madre de Jesús. Les une una experiencia de soledad y de nostalgia. Esa referencia a “todos” los reunidos alcanza ahora una dimensión universal. A causa de la rápida expansión del coronavirus, todos nos hemos visto asaltados por una amenaza tan imprevista como temible. Un auténtico riesgo para muchas personas.

La salud, la justicia y el amor configuraban el paisaje del bien y de los bienes más apetecidos por los seres humanos. Cuando un mal nos avisa de que estamos perdiendo la salud, acudimos al médico y a los fármacos, si los hay. Para poner remedio al mal de la injusticia, acudimos a la policía o a los jueces, con una cautela que evocan los refranes populares. Pero hay otros males más sutiles que nos arrebatan esa felicidad que buscamos en el amor, y que no encuentran un fácil remedio.

Ahora bien, el mal y el bien suceden en el arco de la temporalidad. Nos resultan más “humanos” cuando podemos tomarnos el tiempo para elaborarlos. El mal, cuando es imprevisto, nos descontrola y nos turba. Como ya decía Manzoni, “el verdadero mal para el hombre no es el que sufre, sino el que hace”. Con nuestra irresponsabilidad nosotros mismos generamos el mal que padecemos. Pero lo más terrible no es haber causado el mal, sino negarnos a eliminar sus causas. “Lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra”, decía Jean-Paul Sartre. Lo más aburrido y lo más trágico.

Con todo, hay otros males, aparentemente involuntarios, que invaden nuestro espacio, desarticulan nuestras relaciones, debilitan nuestras fuerzas y nos llevan a la muerte. La humanidad guarda la memoria de dramáticas oleadas de peste. Y, sin duda, recordará en el futuro la pandemia del COVID-19.

En una tarde memorable, el papa Francisco nos dijo que, “al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: ‘Perecemos’ (cf. Mc 4, 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino todos juntos”.

Durante estas semanas de confinamiento, de alguna manera hemos osado compararnos con los apóstoles, que se encontraban también confinados en alguna casa de Jerusalén. Es verdad que ellos tenían que asumir el tiempo pasado junto a Jesús. Pero llegaba la hora de prepararse para aceptar los planes de Aquel que resucitó a Jesús. Seguramente no sospechaban que esa hora coincidiría con la fiesta de Pentecostés. El Espíritu los abrió a la universalidad. Las gentes que no lograban entenderse comenzaron a oír en su propia lengua el mensaje de la luz y de la vida. Pentecostés era la fiesta del anuncio y del diálogo.

A pesar de la mascarilla, durante este tiempo todos nosotros hemos dejado ver nuestro verdadero rostro. Nuestra autosuficiencia se desmorona ante el temor a la enfermedad y a la muerte. Nuestra confianza en la ciencia y en la tecnología significa muy poco cuando no está acompañada por la rectitud moral. Han quedado al descubierto nuestra debilidad y vulnerabilidad, nuestra finitud e irresponsabilidad.

La crisis del coronavirus ha dejado en evidencia el terror que nos produce la soledad y el vacío que sentimos al no poder seguir la rutina de nuestro trabajo. Hemos sentido el miedo y la ansiedad que nos produce el permanecer durante semanas en el hogar, y las dificultades para mantener un diálogo sereno y cordial en nuestra propia familia. Habíamos aprendido a enviar cortos mensajes a nuestros contactos lejanos, pero no sabemos dialogar con los más cercanos.

La experiencia apostólica de Pentecostés no tuvo lugar en el templo de Jerusalén, sino en una casa familiar. También para nosotros, la exclusión de los templos puede haber significado una imprevista atención al viento del Espíritu. Tal vez hayamos redescubierto el sacerdocio bautismal de los fieles, al que se refería el futuro papa Pablo VI en otro día de Pentecostés.

En estas semanas muchos creyentes han redescubierto lo que significa participar en la eucaristía y los demás sacramentos. Algunas personas han vivido el dolor de dar sepultura apresurada a sus seres queridos. Y otros han gustado la realidad de la Iglesia doméstica y recordado las oraciones que en otros tiempos iban ritmando sus pasos por el camino de la fe. Esa fe nos dice que Dios nos habla a través de los acontecimientos de la historia. Jesús sabía que las gentes llegan a adivinar el tiempo atmosférico: “El cielo está rojo al atardecer, así que mañana habrá buen tiempo”. Sin embargo, se lamentaba él de que sus vecinos no supieran leer las señales del tiempo histórico (cf. Mt 16, 1-4).

Pues bien, también la aparición del coronavirus puede ser considerada como uno de esos signos de los tiempos. Es un serio desafío para científicos y políticos. Pero es también una advertencia profética para creyentes y no creyentes. Todos podemos y debemos preguntarnos cuál es el sentido de la vida y qué se puede esperar de nuestra propia vida.

Esta experiencia nos invita a confesar que solo Dios es Dios. Para un creyente, la reflexión sobre un mal como el coronavirus, y sobre los males que lo han precedido y acompañado, siempre ha de terminar en la cruz. Jesús es el Justo injustamente ajusticiado. Ante el mal previsto y los males sobrevenidos, él alza la vista a los cielos y ora: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Y con él nosotros hemos de aprender a orar. (…)


Índice del Pliego

1. LOS MALES Y EL MAL

2. EL CORONAVIRUS SIN MÁSCARA

3. EL CAMINO DE LA FE

4. EL CORONAVIRUS Y EL TRÍPODE

5. CUANDO EL TECHO SE ROMPE

6. NUNCA AUSENTE DEL MUNDO

7. REGALO Y CAMINO

8. UN FUTURO ABIERTO

9. SALIDA HACIA LA LIBERTAD

10. EL DON DE LA RESPONSABILIDAD

11. EL PLANO DE LA RESPONSABILIDAD

12. RESPONSABILIDAD Y SOLIDARIDAD

13. EL VIENTO Y EL ALIENTO

14. EL MIEDO Y LOS CERROJOS

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