Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.162
Nº 3.162

Ser cristiano también en el trabajo

Es significativa la apreciación de Teilhard de Chardin: “No me parece que exagere al afirmar que, para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano no pasa de ser un ‘estorbo espiritual’”. Me temo que no erró demasiado el famoso jesuita: en 2008, solo el 19,9% de los españoles se mostraron de acuerdo con que “cumplir bien con el trabajo es una obligación religiosa”.

Según parece, estamos muy lejos de haber asimilado lo que nos recordaba no hace mucho el papa Francisco: “¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos” (‘Gaudete et exultate’, 14). Parece necesario, por lo tanto, fomentar en los cristianos españoles la espiritualidad del trabajo, y este Pliego querría ser una pequeña contribución a esa tarea.



La civilización greco-romana manifestó muy poco aprecio hacia el trabajo, especialmente cuando se trataba de trabajo manual. Platón y Aristóteles consideraban que trabajar correspondía a los esclavos y a los siervos; los hombres libres debían dedicarse a cultivar su espíritu. Es verdad que los estoicos revalorizaron algo el trabajo, a pesar de lo cual observamos en Cicerón el más aristocrático desprecio hacia cualquier trabajo, y muy especialmente si se trata de trabajo manual.

La verdadera revalorización del trabajo llegó con el cristianismo. No podía ser de otra forma teniendo en cuenta que –con palabras de Juan Pablo II– “aquel que, siendo Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente ‘Evangelio del trabajo’” (‘Laborem exercens’, 6 e).

Por eso, la Iglesia de los tiempos apostólicos manifestó hacia el trabajo una estima desconocida hasta entonces. “Si alguno no quiere trabajar –decía rotundamente san Pablo–, que tampoco coma” (2 Tes 3, 10). Y en otro lugar nos dice que el trabajo forma parte de la “vida nueva” del cristiano: “El que robaba, que ya no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil” (Ef 4, 28).

Sin embargo, poco a poco, el influjo de Platón hizo que aumentara la cotización de la vida contemplativa a costa de la activa. De hecho, el trabajo y la profesión encontraron solo una atención marginal en la obra de los Santos Padres. Y en la ‘Imitación de Cristo’, que ejerció un influjo inmenso sobre la espiritualidad cristiana, podemos leer: “Comer, beber, velar, dormir, reposar, trabajar y estar sujeto a las demás necesidades que impone la naturaleza, constituye en verdad una gran miseria y aflicción para el hombre piadoso, que quisiera de buena gana verse libre de todo esto”.

Naturalmente, no siempre fue tan negativa la actitud cristiana ante el trabajo. Se conservan, por ejemplo, numerosos ‘sermones ad status’ elaborados durante la Edad Media. Estaban dirigidos a los más diversos estados, empezando por los prelados, clérigos y monjes, pasando por los nobles, caballeros y estudiantes de las universidades, hasta llegar a los labradores y artesanos, comerciantes, tratantes de caballos y taberneros, sin excluir siquiera a las rameras y a los rateros. A todos les ponían ante los ojos sus pecados profesionales y les daban consejos saludables tomados de la Escritura y los Padres. A menudo proponían un modelo bíblico del ejercicio de la profesión.

Pero ha sido necesario esperar al siglo pasado para que aparecieran distintas iniciativas orientadas a promover la espiritualidad del trabajo. Pensemos –por mencionar solo algunos ejemplos– en Carlos de Foucauld y sus Fraternidades, el cardenal Joseph L. Cardijn con la JOC, Josemaría Escrivá de Balaguer con el Opus Dei, Tomás Malagón y Guillermo Rovirosa con la HOAC y D. Abundio García Román con las Hermandades del Trabajo.

Naturalmente, no es necesario tener fe para encontrar sentido y dar densidad a la actividad profesional. Vamos a mencionar de modo sucinto algunos valores del trabajo que están al alcance de cualquier ser humano, creyente o no. Ante todo, el trabajo es –para quienes no están incapacitados– la forma más digna de obtener el sustento cotidiano. Por eso no sería en absoluto suficiente un sistema de protección social que garantizara a todos los ciudadanos un nivel de vida decoroso pero sin ofrecerles trabajo. Recordemos aquella canción del padrenuestro: “Que nunca nos falte el trabajo, / que el pan es más pan / cuando ha habido esfuerzo”.

Pero sería bien pobre trabajar únicamente por exigencias estomacales. El trabajo es un modo privilegiado de servir a los demás: al levantarnos cada mañana, tenemos luz gracias a las personas que trabajan en empresas eléctricas. Nos lavamos gracias a quienes construyeron embalses y a quienes hacen llegar el agua a nuestros hogares. Podemos comer porque ganaderos y agricultores produjeron alimentos que otras personas transportaron y comercializaron. Nos trasladamos a nuestro lugar de trabajo en unos medios de transporte que otros han puesto a nuestra disposición… y nosotros mismos, cuando termina la jornada laboral, hemos servido a otras muchas personas –la mayoría desconocidas– con nuestro esfuerzo.

Más allá de eso, el trabajo sirve también para hacer personas. Recordemos una frase justamente famosa de Marx: “Todo lo que se puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano”. Esto ocurre en el doble sentido de hominización y humanización. En primer lugar, podemos decir que, en el proceso de evolución de las especies, “nuestros peludos antepasados” –como los llamaba Engels– empezaron a ser humanos cuando tallaron algunas herramientas (por muy rudimentarias que fueran) para trabajar. Se ha sostenido frecuentemente, en efecto, que la invención de la herramienta constituye el acta de nacimiento del hombre.

En segundo lugar, los seres humanos han ido creciendo en humanidad gracias al trabajo. Con pleno derecho esperamos de nuestro trabajo no solo “tener más”, sino “ser más”. “Responde plenamente al plan de la Providencia –dijo Juan XXIII– que cada hombre alcance su propia perfección mediante el ejercicio de su trabajo diario” (‘Mater et magistra’, 256). Esto exige, naturalmente, disfrutar de lo que la OIT llama un “trabajo decente”, algo que desgraciadamente no siempre ocurre. Hace ya bastantes años me impactó el comentario de un capellán de la JOC: “Resulta tan fácil hablar del trabajo con un obrero como del amor con una prostituta”. Comparación brutal, pero frecuentemente verdadera. (…)

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Índice del Pliego

ACTITUDES ANTE EL TRABAJO

VALOR HUMANO DEL TRABAJO

VALOR CRISTIANO DEL TRABAJO

CON NUESTRO TRABAJO PROLONGAMOS LA ACTIVIDAD CREADORA DE DIOS

PENALIDAD DEL TRABAJO

LA REDENCIÓN DEL TRABAJO

TRABAJAMOS PARA LA ETERNIDAD

NECESIDAD DE UN DISCERNIMIENTO PROFESIONAL

¿EL CIELO SERÁ DE VERDAD EL “DESCANSO ETERNO”?

TRABAJO Y DESCANSO

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