Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.256
Nº 3.256

Ser mujer y religiosa hoy: desafíos

Ser mujer hoy nos lleva a hacernos preguntas cruciales todos los días. ¿Qué somos para ese resto de la humanidad que nos encontramos por la mañana, cuando vamos al trabajo, al supermercado, viajamos en el autobús o estamos en el parque? ¿Qué representamos en la sociedad, en la política y en la Iglesia? ¿Qué derechos tenemos y podemos ejercer, además de los deberes, a veces pesados como rocas? Somos mujeres –por edad, física y psicológicamente– que tomamos decisiones y las llevamos adelante con seriedad y compromiso, decisiones que la mayoría de las veces no son consideradas como resultado de una preparación profesional y humana, sino simplemente de “mujeres”, parte de una humanidad no siempre apreciada y muchas veces maltratada.



Hace algún tiempo, fui directora de una tesis en la que se abordaba el tema del carisma en la vida consagrada y la necesidad de redescubrirlo, renovarlo con creatividad y ponerlo al servicio de la Iglesia y del mundo. Entre los aspectos necesarios, se destacó la formación, un proceso en el que el enfoque humano, psicológico y espiritual son fundamentales. Lo que me llamó la atención –porque es poco frecuente en las religiosas– fue el acercamiento a la “corporeidad”, es decir, querer subrayar que la mujer, antes de ser religiosa, es una mujer como cualquier otra, con necesidades, deseos y expectativas propias.

Ignorar el ser mujer y no trabajar e invertir en este aspecto es ciertamente perjudicial para la persona, para la comunidad, para la vida religiosa y para la Iglesia. Un ser humano que no se identifica y no cuida su ser “persona” difícilmente podrá tener relaciones auténticas, y por eso es importante trabajar para que cada individuo se reconozca amado como es y capaz de amar a los demás como son, sin prejuicios.

Falsa dicotomía

Durante demasiado tiempo hemos sido testigos de una especie de “dicotomía” en la que ser mujer y ser monja se oponían, como si fueran las dos caras de una misma moneda. En realidad, no debería ser así: hay que arriesgarse para ser completamente mujeres y monjas al mismo tiempo. Dios nos creó mujeres y, como mujeres, debemos invertir los talentos que tenemos sin negar nuestra naturaleza, considerándola una riqueza para compartir con los demás.

Todavía hay mucha gente que piensa que quien elige consagrarse a Dios debe olvidar su ser mujer y dejar de lado su feminidad; pero es un craso error, que invalida la misma consagración religiosa, en el sentido de que entregarse a Dios a través de los votos implica la plena conciencia como persona en su totalidad. Tener un cuerpo es un hecho, como lo es la circunstancia de que este no es un simple “recipiente”, sino que es la morada del alma y del espíritu.

Hubo un tiempo en el que el ascetismo y el espiritualismo extremos condenaron el cuerpo humano como algo “sucio”, alejado de cualquier forma de espiritualidad; hoy, la reapropiación por parte de hombres y mujeres de su dimensión corpórea ha significado que el cuerpo sea rehabilitado, visto positivamente. Somos “espíritus encarnados” y el cuerpo nos permite relacionarnos, comunicarnos, actuar, realizarnos como personas llamadas a la comunión. Cuando el cuerpo queda relegado a una pura entidad material, se produce un grave cortocircuito, porque el individuo ya no se concibe como una unidad inseparable de relación mente-cuerpo.

Cuidado del cuerpo

El cuidado del cuerpo es necesario, siempre, en toda circunstancia y estado de vida, y es impensable que el seguimiento de Cristo contemple una ascesis extrema que lo reproche. No se trata solo de cuidar el aspecto exterior, como facilitador de las relaciones, sino también el “estructural”, es decir, la salud física de la persona: en efecto, no hay voto de pobreza que prevea la ausencia de tratamiento médico cuando sea necesario.

Eres una mujer no solo físicamente –tienes pechos, un cuerpo más elegante, piel delicada sin vello, menstruación, etc.–, sino también en la dimensión psicológica inclusiva del deseo de maternidad: en efecto, la actitud psíquica profunda hacia la maternidad también tiene sus raíces en la personalidad femenina; a esta dimensión hay que añadir la gran tensión emocional propia de la mujer. Ella da a luz en la carne y en el espíritu. En el cristianismo encontramos muchas de estas figuras: mujeres que dan a luz a sus hijos y luchan para que no se pierdan espiritualmente.

La concreción del amor nos la indican las Bienaventuranzas y aquellos que eligen vivirlas abrazando los consejos evangélicos. Para muchas personas, ser monja significa renunciar a la propia fertilidad de la mujer. Sin duda, el voto de castidad libremente elegido no permite ejercer esa maternidad biológica propia de la mujer, que es el aspecto más bello y noble de la persona humana, porque es dar vida respondiendo al mandato de Dios; pero no podemos ni debemos detenernos en la dimensión material, debemos mirar el sentido profundamente teológico inherente a esta “renuncia”.

Celibato fecundo

Si en el antiguo Israel la esterilidad era un pecado y una maldición, con Jesús adquiere un nuevo significado: él mismo vive el celibato revelando el auténtico sentido de la fecundidad, es decir, una vida de fe y adhesión total a Dios, en la que el creyente se convierte en alguien espiritualmente fructífero, “crea según la fe”.

Así, las mujeres consagradas, las monjas, son ese vientre fecundo que engendra según el Espíritu, y da a luz nuevos hijos e hijas de Dios. La unión con Cristo se convierte en apertura total e incondicional al amor que no conoce fronteras. ¡Las mujeres consagradas son “madres” en el Espíritu, y la vida en el Espíritu da frutos inesperados! Y son –somos– mujeres completas, porque la adhesión al Evangelio, al proyecto de Dios sobre ellas, las hace plenamente “personas”, capaces de relacionarse y generar vida, y es el encuentro profundo e íntimo con el Señor el que las transforma en “mujeres espirituales” y “proféticas”, siguiendo el ejemplo de otras mujeres que las precedieron.

El ejemplo de esta plenitud nos viene de María, que es “mujer de relación”, vital, maternal, en cuanto que ama y engendra: engendra a Cristo, salvación de toda la humanidad; encarna la vocación y misión de la mujer. Cuando pensamos en María, por tanto, no la cataloguemos en la imagen de la mujer obediente y silenciosa, sino en la de la mujer fuerte, valiente, que afronta las adversidades con gran fe y confianza en Dios. Con ella y como ella, todas las consagradas, las monjas, encarnan la realidad de la dimensión femenina, de ser “mujer” en todos los aspectos, pero destinadas a ensanchar el corazón para ser madres de todos. (…)

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Índice del Pliego

MUJER Y MONJA: SIN CONFLICTO

SER MUJER EN LA IGLESIA

SER MUJER EN LA SOCIEDAD

¿QUÉ PERSPECTIVAS PARA EL FUTURO?

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