El papa Francisco resaltaba en una entrevista: “Me viene otra vez a la mente un verso de Virgilio: ‘Meminisce iuvavit’. Recuperar la memoria nos va a ayudar. Este es un tiempo para que no perdamos la memoria una vez que pasó esto, no archivarlo y volver a donde estábamos”. Francisco, con su capacidad periodística de dar titulares, nos ha dejado un lema para la pospandemia: “Toda crisis es un peligro, pero también una oportunidad”.
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Te ofrezco, amigo lector, unas claves para aprender de la experiencia vivida en este extraño período que ha marcado nuestras vidas y extraer de esta pandemia un rosario de enseñanzas. Esta reflexión se desarrolla en tres tiempos, como una ‘sinfonía’ musical de homenaje a tanto dolor y muerte: primero, como un ‘allegro’, narro una “crónica desenfadada de esta tragedia”; segundo, a ritmo de ‘adagio’, propongo un “test de diagnóstico para una autoevaluación”; y tercero, al compás de un ‘tempo largo’ de “desescalada”, sugiero unas pautas para un cambio necesario: una “segunda transición eclesial”. Hagamos, entre todos, que esta sinfonía no quede inacabada.
Una noticia venida del Oriente más lejano sitúo en el mapa una ciudad de China: Wuhan. Un fantasma, arrancado de cualquier cómic negro, se coló desde las noticias de los telediarios a los salones de nuestras casas: coronavirus. Con cierto humor, incluso, comentamos las medidas megalíticas que se tomaban ante este desconocido enemigo: el levantamiento de un macrohospital en diez días, rivalizando en tiempo y dimensiones con la afamada Gran Muralla china.
Con el deseo de dominar este misterioso adversario, se le identificó con un calificativo más técnico: COVID-19. Cambiar el nombre no debilitó su fuerza. Pronto, lo que era una epidemia que afectaba a unos sectores del planeta se convirtió en una pandemia que amenazaba al mundo entero. Silenciosamente, la amenaza surcó los mares sin carta de embarque y cruzó los cielos sin billete con derecho a maleta. Casi sin darnos cuenta, “como un brusco cambio de tiempo”, nos vimos envueltos en la vorágine… hasta vernos recluidos en casa por orden mayor. Todos nos fuimos enterando de términos jurídicos: estado de emergencia, estado de alerta, confinamiento, servicios esenciales… y familiarizándonos con términos médicos: test, EPI, mascarilla, guantes… La declaración del estado de alarma nos sorprendió sin haber acudido a la peluquería.
Al principio fue como un juego: recluidos en casa… los matrimonios viéndose el rostro, sin las otras máscaras, veinticuatro horas; los pequeños sin cole, ocupando pupitres virtuales, asistidos por el roce familiar; los jóvenes, sin universidad, inquietos no solo por el porvenir, sino por lo inmediato: ¿se terminará el curso? La precipitada vuelta al hogar de los que estaban fuera se convirtió en otra odisea sin héroes… Todos obedecimos, como ciudadanos ejemplares, y nos enclaustramos en casa: era para 15 días… Pero vinieron otros 15… y se negociaron otras prórrogas.
Pronto, el cansancio disparó el juego político, que se trasladó, como un Trivial, a la mesa camilla de nuestros hogares: “La culpa la tiene el Gobierno… No, la oposición… No informan de todo lo que ocurre… Nos mienten… No se ha cogido a tiempo… No hay unidad de acción… En estos momentos es cuando se necesitan líderes creíbles…”. Y añoramos rostros venerables que ya reposan en los libros recientes de historia. Emitimos un agónico diagnóstico: ¡Nada será igual!
La información corría en un autopista virtual con miles de carriles en los dos sentidos: a favor de…, en contra de…, como si la verdad tuviera dos caras. Estamos tan contaminados por el futbol –como si de la vuelta a la competición dependiera la ansiada vacuna– que nos revestimos de los colores de nuestro equipo, asistiendo desde nuestro salón a un virtual “Barcelona vs Madrid”, con el título en juego… Hasta que caímos en la cuenta de que, en este partido, solo había un equipo y que todos jugábamos en él, que el triunfo no dependía de una megaestrella y que hasta el pitido final no podríamos cantar victoria, sin poder abrazarnos.
Los españoles, de cualquier idioma, no tenemos tiempo para casi nada, pero, cuando se nos conceden unas docenas de días, se dispara el ingenio, se activa la creatividad: se frivoliza con los chistes y los memes, y podemos convertirnos en protagonistas de otra novela costumbrista, incluso picaresca. Nos hemos puesto de acuerdo, casi todos, en cosas puntuales sin acudir al Parlamento: la cita de los aplausos de las ocho; contestada, por otros, con las caceroladas de las siete o de las nueve… Hemos hecho penitencia con largas procesiones al supermercado, con la fría sensación del racionamiento. Los creyentes, y algunos invitados obligados de casa, hemos asistido a una misa virtual con comunión espiritual y hemos descubierto a los telepredicadores.
De este tiempo especial, todos tenemos miles de anécdotas, ¿pero seremos capaces de extraer algunas enseñanzas? Hemos comenzado a salir a pasear o a ir al trabajo, convencidos de que nadie será el mismo después de esta experiencia. Pero corremos el riesgo de olvidar y volver a serlo. Estamos convencidos: “¡Ya nada será como antes!”. Pero debemos preguntarnos: ¿de verdad?
Solo el ser humano, hombre y mujer, tiene esa extraña capacidad del olvido selectivo y de no aprender de sus propios errores. Si un burro tropieza dos veces en la misma piedra, el ser humano tiene la capacidad de colocar él mismo las piedras y tropezar repetidamente con ellas.
Para sortear el miedo, nos hemos refugiado en una ambigüedad: volvemos a una “nueva normalidad”. Es una expresión, un mantra, que se cuela en el pensamiento y el lenguaje. Si separamos las dos palabras, sabemos su significado, pero, al unirlas, nos crea cierta perplejidad: ¿no son contrarias estas palabras o, quizás, contradictorias? ¿La “normalidad” no supone una permanencia en los hábitos, una seguridad en las costumbres? ¿Y esta percepción de normalidad no chirría si le añadimos el adjetivo “nueva”? Sí, olvidar sin aprender es una amenaza razonable.
El desenfado de esta crónica no es un menosprecio frívolo de lo que ha ocurrido: afirmamos su gravedad en el recuerdo sentido de tantas muertes, en el agradecimiento a tantos heroísmos notorios y anónimos. Se trata simplemente de un recurso para advertirnos de la capacidad que tenemos los humanos de banalizar lo más grave… y de no aprender de los propios errores. Podemos desoír el consejo del Papa y no convertir esta crisis en una oportunidad para aprender. (…)
Índice del Pliego
Aprender de esta crisis
I. CRÓNICA “DESENFADADA” DE UNA TRAGEDIA
El olvido como amenaza razonable
II. TEST DE DIAGNÓSTICO PARA UNA AUTOEVALUACIÓN
- El insólito sonido del silencio
- El agridulce sabor de la soledad
- El deseo compulsivo de la comunicación
- La intoxicación de la noticia y el solemne paseo de la mentira
- El agotamiento de la imagen virtual
- El apetito desbocado de los sentidos
- El “ego panorámico” ante el espejo
- Las ausencias culpables
- La lectura vivificante
- El amor reclama la presencia
III. UNA “DESESCALADA” PROVECHOSA: ESTRATEGIA PARA UNA “SEGUNDA TRANSICIÓN”
“Desescalar” para beber en la fuente de la novedad
Estrategia para una “segunda transición”
- Aprender a convivir con la pluralidad
- Caminar a un ritmo sinodal
- Resituar las claves formativas
- Discernir la fuerza evangelizadora de la caridad
- Invertir en comunicación e información
- Afrontar la autofinanciación
Una nueva travesía del desierto