Queridos amigos y amigas, buenas tardes a todos. El objetivo de mi ponencia es ofreceros un resumen de las experiencias que considero más importantes de mi vida y que se recogen ampliamente en el libro que hoy presentamos. He venido tantas veces a Madrid a hablar de Jesús que se me hace extraño venir aquí a hablar de mi vida. Pero, como os imagináis, hablaré de Jesús, pues él es la gran experiencia de mi vida.
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Nací el 16 de junio de 1937 en Añorga, un barrio a las afueras de San Sebastián, y fui bautizado dos días después, precisamente en la parroquia de San Sebastián Mártir, a unos metros de la playa de Ondarreta. Me pusieron por nombre José Antonio y siempre he dicho que llevo en mi nombre la tragedia de la Guerra Civil.
Mis padres habían pensado que mi padrino fuera un tío mío que se llamaba José. Era un guardabosques al servicio del municipio de Errenteria. Al llegar la guerra hasta Irún, fue acusado por alguno de que ayudaba a orientarse a los que huían a Francia. Fue detenido y, como muchos otros, llevado como prisionero a la cárcel. Una noche de noviembre de 1936 fue fusilado casualmente cerca de donde vivía mi familia, no lejos de donde hoy se encuentra el Museo de Chillida. Todavía hoy agradezco a mis padres que nunca nos hablaron de lo sucedido con resentimiento ni despertaron en nosotros odio o rencor contra nadie.
Mis padres eran muy creyentes, como seguramente eran casi todos en aquel tiempo en el País Vasco, con las prácticas y costumbres de la época. Se bendecían los alimentos al inicio de cada comida, al atardecer se recitaba el rosario todos los días, mi padre hacía novenas a san Isidro Labrador para asegurar buenos resultados en el huerto, en las habitaciones teníamos junto a la cama benditeras para santiguarnos y hacer las oraciones de la noche.
El Evangelio en la cocina
Tengo que decir que la experiencia más cristiana que ha quedado grabada en mí no ha sido en el interior de una iglesia, sino en el hogar y se lo debo sobre todo a mi madre. Ella fue el mejor regalo que recibí en mi infancia. Mi madre era alegre, muy positiva, con gran sentido del humor, siempre risueña. Creo que no conservamos ninguna foto en la que no esté sonriendo. Pero el rasgo que ha quedado más grabado en mí es su generosidad. No puedo olvidar cómo acogía a los mendigos que llamaban a la puerta y cómo les preparaba, si lo necesitaban, un plato de lo que estaba cocinando ese día. En mi casa no había ningún ejemplar de la Biblia. Mi madre no leyó nunca el Evangelio, pero fue la mujer que me enseñó a vivir con espíritu evangélico. Tuve la suerte de conocer el Evangelio en la cocina de mi casa.
Fui monaguillo desde muy pequeño. No sé lo que mi párroco pudo ver en mí. Pero un día, después de terminar la misa del domingo, me preguntó si quería ir al seminario y yo le respondí inmediatamente que sí. La verdad es que no pensé si tenía vocación o no. Yo lo que quería era estudiar. Me encantaban los libros. Cuando se lo dije a mi madre y a mi padre, comprobé que les agradaba mucho. Yo me sentía feliz. Solo tenía 12 años recién cumplidos cuando comencé mis estudios.
Como es natural, los años más importantes para mí fueron los cuatro últimos. Llegaba el momento de tomar la decisión más importante de mi vida. Fueron años de reflexión y maduración. Nunca me he arrepentido, aunque he tenido compañeros que más tarde se secularizaron. Si no me hubiera ordenado presbítero, mi vida hubiera sido totalmente diferente. ¡Cuántas veces se lo he agradecido a Dios!
Ordenación sacerdotal
Mi ordenación se celebró en la iglesia del Seminario donostiarra el 6 de agosto de 1961, fiesta de la Transfiguración. La viví muy consciente de que comenzaba una nueva etapa. Pero la experiencia que ha quedado mejor grabada en mi vida fue la celebración de mi primera misa, en la que entonces era mi pequeña parroquia en el barrio de Añorga.
Fue el 15 de agosto, fiesta de la Virgen de la Asunción, en un espléndido día de verano, en plena Semana Grande de San Sebastián. El barrio me tenía preparada una sorpresa que no olvidaré nunca. Yo era el primer cura que se ordenaba en esa parroquia. Al llegar a pie con mi familia, nos recibieron con una salva de cohetes; y al acercarnos a la entrada de la parroquia, nos encontramos con un grupo de ‘dantzaris’ [danzantes vascos] con sus trajes típicos, bajo cuyos arcos entramos en la iglesia. Yo comencé a emocionarme.
Luego, al pronunciar las palabras de la consagración, temblaba al sentir detrás de mí el silencio de todo el pueblo. Al terminar la misa, era costumbre que el nuevo presbítero diera a besar sus manos empezando por sus padres. Nunca olvidaré cómo me apretaban y besaban las manos los amigos y amigas de mi infancia y con qué confianza y respeto se me acercaban los vecinos del barrio. Me saltaban las lágrimas, pero por dentro sentía una alegría muy grande. Como cura me dedicaría a hacer el bien a todos lo que encontrara en mi camino, aunque todavía no sabía ni cómo ni dónde lo podría hacer. (…)
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Índice del Pliego
Niñez feliz en una familia creyente
Llamado al ministerio presbiteral
Estudios bíblicos en Roma y experiencia del espíritu renovador del Concilio Vaticano II
Experiencia inolvidable de un encuentro con Jesús junto al lago de Galilea
Comprometido en la renovación de mi diócesis de San Sebastián
Entregado a promover la paz