Pliego
Portadilla del Pliego, nº 3.401
Nº 3.401

Un itinerario cuaresmal: Tu rostro buscaré

La vitalidad y la pertinencia del cristianismo depende fundamentalmente de la apertura de cada cristiano a la experiencia de inmersión en el Misterio de Dios, por medio de Jesús, el Viviente, que por su Espíritu hace morada en nosotros, convocándonos al encuentro. Si nos asombra la belleza del caudal del río que lleva vida entre los campos, no podemos olvidar que en su origen está el manantial. Ser discípulo de Jesús es, ante todo, abrirse a la gracia de “nacer de nuevo” cada día. El discípulo busca siempre el vigor inaugural del nacimiento.



Que los no creyentes reconozcan la genialidad humana de Jesús, bien patente en los valores que presiden su vida, y que allí encuentren un ejemplo inspirador, solo puede ser acogido por los cristianos como una seria llamada a la autenticidad de su experiencia de fe. Inquietante, e incluso problemático, es que entre los propios cristianos semejante posición se asuma como lo esencial de la fe, como si esta no fuera más que el ejercicio de la virtud. El riesgo de moralización de la fe, cristalizándola en posturas ideológicas, es un fenómeno que merece atención y análisis.

Sabemos bien que el acceso al conocimiento teórico sobre la persona de Jesús no se traduce inmediatamente en una relación significativa con él. ¿Cómo surgió el descubrimiento de Jesús en nuestra vida? ¿Qué lo hizo decisivo? Hay un abismo de diferencia (y de vitalidad) entre reconocerlo como referencia moral o como alguien que me salva, permitiéndome estar en la vida con la confianza de ser amado incondicionalmente.

Cristo en nosotros

La fragilidad del sujeto creyente, cuerpo en desplazamiento, abierto a la hospitalidad del otro, atravesado por la Palabra hecha carne, es condición para la tangibilidad del Misterio de Jesús en este tiempo donde, más que maestros, se buscan compañeros peregrinos, más que grandes narrativas compactas, se buscan posibilidades de salvación para lo cotidiano que, tantas veces, se experimenta como fragmentario. “Lo que debemos hacer hoy no es tanto hablar de Cristo sino dejar que viva en nosotros, de tal manera que las personas puedan encontrarlo sintiendo cómo vive en nosotros” (T. Merton).

Jesus

El descubrimiento de Jesús forma parte de la historia de muchos de nosotros, en formas y niveles muy diversos, correspondientes a la originalidad propia de cada biografía. Para algunos, este descubrimiento y la consiguiente relación han dejado marcas indelebles en el camino, posibilitaron lecturas reveladoras ante determinados acontecimientos, fueron factores de interrogación y reconocimiento de sentido, configuraron opciones muy profundas, conduciendo a una experiencia de vida centrada en la relación continuada con Jesús.

Vivir descentrado

Esta relación, como es propia de cualquier relación auténtica, no está exenta de crisis, pero atravesarlas genera madurez y libertad, posibilitando así la apertura a una amplia y profunda visión sobre la existencia. Quien hace este recorrido testimonia la libertad de vivir progresivamente descentrado de sí mismo, más disponible para el encuentro con el otro, y más capaz de contemplar y agradecer la belleza de la vida. Transformase en testigo de un nuevo nacimiento, como si dentro de sí otra fuerza, un soplo de vida, le hubiera tomado el corazón.

Ya para otros –y tal vez sea la situación en que se encuentran muchos de nuestros contemporáneos–, la persona de Jesús está asociada a un conjunto de recuerdos de la edad infantil o adolescente que, con el paso del tiempo, se fueron desvaneciendo, instalándose progresivamente en una zona de penumbra. Permanece un recuerdo, aparece a veces algún sentimiento nostálgico, pero faltan las herramientas que permiten actualizar la relación.

La familia en que nacimos y crecimos, la cultura que fue dibujando nuestra cosmovisión, la comunidad o comunidades de creyentes a las que pertenecemos, de modos distintos, fueron seguramente determinantes para nuestro descubrimiento de Jesús; no siempre de una manera inmediata y directa, porque, curiosamente, este descubrimiento aparece, no pocas veces, en disconformidad con las expectativas generadas por el contexto vital del sujeto.

El lugar del enigma

En las circunstancias aparentemente más desfavorables, surgen vidas enamoradas de la persona de Jesús, como también ocurre a la inversa. El factor decisivo lo encontramos en la posibilidad de sentido que entrevemos en esa relación. El intento de aproximarnos a la comprensión de una relación vivida en la fe necesita preservar siempre el lugar del enigma, como un núcleo intraducible que nos acompañará a lo largo de la vida, señalando la presencia del Misterio. Hay un no-saber que los cristianos deben guardar como un silencio lleno de gratitud.

Parece indiscutible que hay dos vectores que se entrecruzan y que son fundamentales en el crecimiento de cualquier relación (también en la relación con Jesús): la percepción de la propia identidad y de la identidad del otro. No solo se entrecruzan, sino que son de hecho interdependientes y presentan posibilidades de fecundación mutua. Me leo siempre en la mirada del otro.

Revelación y convocación

El otro, mucho más que un espejo, es revelación y convocación de lo que en mí, a mis propios ojos, aún está oculto y guarda el secreto más precioso de la vida. Solo el otro me revela que, más allá de todas las apariencias, la verdad más profunda que me habita es el amor –sediento y pidiendo cita–. Y si el otro me permite esta lectura es porque también él se desvela ante mí. Sin exposición de sí mismo no hay lugar para la relación. La vulnerabilidad revelada en la desnudez es lo que, paradójicamente, da solidez a la relación.

Imagen de "33 El Musical"

Imagen de “33 El Musical”

¿Hay desnudez más grande que el nacimiento de Dios de las entrañas de una mujer? La entrega de Dios a nuestra carne no es un movimiento menor, no es la elección del camino del polvo, sino que es su vía, es lo máximo de su decirse, de su verdad. Lo humano no disminuye el ser de Dios. A nosotros, Jesús no nos pide menos, no por humillación (¡nunca!), sino para la alegría del encuentro. Vamos a Dios en nuestra carne y por nuestra carne, en el estremecimiento de la fragilidad y con las manos extendidas, sin miedo de ser contados entre los mendigos.

Jesús no oculta en sí la fragilidad de la vida humana, en el vivir y en el morir, como tampoco oculta que él y el Padre son uno (cf. Jn 10, 30). Son dos caras de la misma realidad, como para decirnos que nuestra pobreza es sendero que se abre a la comunión con el Padre. El Verbo hecho carne, Jesús, es la mirada de Dios que busca nuestra mirada. (…)

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Índice del Pliego

1. EL MISTERIO DEL ENCUENTRO

  • Al principio hay una mirada
  • Habitar una pregunta
  • La relación es vital

2. EN LA OPACIDAD DE LA IDEOLOGÍA

  • Cerrar el horizonte
  • Vivir en fuga

3. EN LA TRANSPARENCIA: EL DON DE LA FE

  • Por dentro de las fisuras
  • Es en la savia donde tomamos cuerpo
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