Nuestra Iglesia se encuentra en una situación semejante a la de Bartimeo: a la orilla del camino, encerrado en sus preocupaciones, paralizado en su incertidumbre, expresa su lamento y su invocación, pero no se decide a ponerse en camino. Necesita el estímulo de una interpelación: “Levántate, que te está llamando” (Mc 10, 49).
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La actitud de perplejidad y de incertidumbre resulta comprensible. En una situación ya cargada de desafíos (el proceso creciente de descristianización y de ex-culturación, el debilitamiento de la relevancia social, la pérdida de credibilidad, una sociedad española polarizada, tensiones de una guerra mundial en fragmentos, la incógnita de un cambio de época…), ha irrumpido un fenómeno inesperado: la pandemia del COVID-19 (para muchos, un factor que marcará el siglo XXI), que en la Iglesia se ha concretado en un duro confinamiento, en el que ha experimentado de modo abrupto su fragilidad, su carácter “no esencial”, numerosas incógnitas sobre sus efectos y consecuencias.
Esta perplejidad es humana y psicológicamente comprensible. ¿Lo es también desde el punto de vista evangélico y eclesial? Es la pregunta que debe ser discernida para seguir caminando en el escenario de la pandemia, que para la Iglesia se prolongará durante mucho tiempo. ¿Puede la Iglesia seguir su camino como si se tratara de un incidente más o menos extraño, que se supera recuperando el tiempo perdido y retornando al punto de partida, a febrero de 2020? ¿O necesita escuchar –como Bartimeo– una palabra que la interpele?
Es un discernimiento difícil. Se trata de un fenómeno complejo, con numerosas implicaciones y derivaciones. Hace falta abrir espacios de diálogo, de intercambio de experiencias, incluso de confrontación, porque no está en juego simplemente una opción individual, sino el modo de presencia de la Iglesia en un espacio público profundamente transformado. Estas páginas han surgido de una reflexión iniciada entre varios colegas, como una aportación entre las muchas que seguirán realizándose, pues la tarea debe afrontarse entre muchos, más aún, entre todos.
El debate puede girar en torno a dos ejes, presentes en numerosas conversaciones: a) ¿Es responsable la pandemia de la situación de perplejidad y de zozobra en la Iglesia?, ¿o en realidad no ha hecho más que desvelar algo ya existente, poniendo al desnudo un (hiper)activismo que lo disimulaba de modo superficial? b) ¿Está la solución en retomar el ritmo y las actividades previos a la pandemia?, ¿se puede seguir siendo Iglesia del mismo modo o habrá que re-visitar nuestras costumbres y rutinas de cara a la conversión y a la reforma siempre pendientes? En este caso, se abre el “lento trabajo de construcción de un nuevo modo de ser Iglesia”, como pedían los Lineamenta del Sínodo de los Obispos de 2012. Entonces, lo que desde el punto de vista humano parece una desgracia y una catástrofe, desde el punto de vista evangélico y eclesial podrá ser un kairós. Como le sucedió a Bartimeo.
Una perplejidad no menor reina en el corazón de nuestra civilización. Como decía en otro contexto J. L. Marion, en realidad es más honda la crisis de la sociedad laica, porque la Iglesia tiene como identidad propia la crisis permanente ante la Palabra de Dios. La sociedad, no obstante, cuenta con una estrategia: la expectativa de una vacuna que permita eludir otras responsabilidades. La Iglesia no tiene otra “vacuna” que la llamada que escuchó Bartimeo.
La civilización moderna, tan autosuficiente y segura, adormecida por el mito del progreso ilimitado y de la omnipotencia tecnológica, ha debido confrontarse con el desconcierto y la incertidumbre, en último término, con su finitud y fragilidad. Se podría hablar incluso de la “bella muerte del ateísmo” (Ph. Nemo), porque no ha cumplido sus promesas. No ha podido cumplir su promesa de inmortalidad y de auto-redención ni demostrar que el hombre es menos desgraciado sin Dios que con Dios. Se ha ensombrecido el futuro de los ancianos y de los jóvenes. Se ha confirmado que la especie humana es capaz de lo mejor y de lo peor, que las nuevas tecnologías ofrecen posibilidades maravillosas y esconden amenazas reales, que no resulta fácil crear solidaridad y comunión entre las generaciones y entre las naciones.
¿Será esa civilización capaz de interpretar las quiebras y las heridas provocadas o desveladas por la pandemia? Posiblemente, tan solo una minoría, cuya voz será apagada por la “solución” que pueda aportar una recuperación económica. Y se repetirá una experiencia ya conocida: tras la epidemia de la “gripe española” y la I Guerra Mundial, vinieron “los alegres años 20”.
¿De dónde podrá recibir la Iglesia los anticuerpos que le den ánimo y fortaleza? Ante todo, deberá escuchar de modo sereno los lamentos y las preguntas que se suscitaron en los momentos más duros del confinamiento. Han de ser un espejo en el que mirarse para otear el horizonte de su futuro. (…)
Índice del Pliego
I. UN ESCENARIO INÉDITO E IMPREDECIBLE
II. CARGAR CON LA REALIDAD PARA ENCARGARSE DE ELLA
- Las cinco llagas de nuestra Iglesia
- Las tentaciones que la amenazan
- Los grandes tesoros de nuestra Iglesia
- Las grandes posibilidades
III. PROTAGONISTAS EN EL ESCENARIO HISTÓRICO
- El suelo firme que da seguridad a nuestros pasos
- Un estilo que es una espiritualidad
- Con vocación de protagonismo