En el principio, todo estaba en el mismo punto. Toda la energía, la materia, los conocimientos, las emociones, los amores, los suspiros… Todo estaba inmensamente concentrado en un punto.
Hasta que Dios dijo: “¡Venga, que empiece todo!”. Y así fue.
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Y todo comenzó a expandirse a una velocidad inimaginable. Y surgieron las primeras micropartículas. Y poco después, ¡zas!, aparecieron los protones, los neutrones y los átomos, como resultado de la energía tremendamente concentrada de sus partículas en vibrante movimiento. ¡Apareció la materia! Porque la materia, también esa de la que estamos hechos cada uno, es en esencia energía concentrada y en relación. ¡La materia está hecha de energía en relación!
Nubes de materia
Según los científicos, eso sucedió hace unos 13.700 millones de años. De ese punto de energía inmensamente concentrada fueron surgiendo las nubes de materia incandescente, las galaxias y las estrellas, que al principio solo eran enormes masas ardientes de hidrógeno y helio. Y aunque todo aquello podía tener una apariencia caótica, en realidad todo estaba finamente ajustado. La intensidad de la primera explosión (si es que podemos hablar de “explosión”) fue la justa para hacer posible el desarrollo del universo.
Si hubiera sido un poco mayor, la energía se hubiera disipado sin haber formado galaxias y estrellas; si hubiera sido un poco menor, al cabo de un tiempo todo se hubiera vuelto a concentrar, colapsando la evolución del cosmos. Y lo mismo podemos decir de las fuerzas nucleares, electromagnéticas y gravitatorias que dan cohesión a la energía y a la materia: el “ajuste” de cada una es tan sutil que una pequeña variación en sus constantes haría imposible el universo tal como lo conocemos.
Un universo en el que todo está intrincadamente conectado. Cuanto más profundizan los científicos en los secretos de la materia y los astrónomos en los orígenes del universo, más desconcertados se quedan ante lo que parece un pozo sin fondo de conexiones armoniosas, inabarcablemente complejas, entrelazadas en un equilibrio desconcertantemente bien tramado, un “ajuste fino”, asombroso e inconcebible.
Y dijo Dios: “¡Esto está muy bien, vamos a por más!”.
Las estrellas y el sol
Y así fue. Algunas de esas estrellas, al cabo de mucho, mucho tiempo, fueron encogiéndose cada vez más hasta… ¡explotar de nuevo!, convirtiéndose en lo que los astrónomos han llamado “supernovas”. Y estas “estrellas de segunda generación”, al explotar, hicieron surgir elementos más pesados, como el hierro, el fósforo, el calcio, el magnesio… Si nosotros tenemos esos elementos en nuestro cuerpo, es porque alguna vez, hace mucho, mucho tiempo, aparecieron en el interior de una supernova. Realmente, somos “polvo de estrellas”…
Una de esas estrellas es nuestro sol, surgido hace aproximadamente cinco mil millones de años. No quiere decir que justo hace ese tiempo apareciera el sol en el universo –ya sabemos que fue un lento proceso–, sino que, desde hace más o menos cinco mil millones de años, ya podemos hablar de un sol propiamente dicho, con nubes de materia incandescente girando alrededor.
Y dijo Dios: “¡Esto está muy bien, vamos a por más!”.
Fuego y agua
Y así fue. El proceso de evolución del universo siguió su curso, de forma que tenemos que dejar pasar unos 500 millones de años para que podamos hablar de la creación de nuestro planeta. En esos tiempos la Tierra, que hasta entonces había sido una bola de fuego en torno al sol, tenía ya una corteza sólida. Entonces “la Tierra era caos y confusión…”, un caos de fuego con una corteza sólida cada vez más gruesa, un magma de rocas surgiendo de las profundidades de forma violenta o progresiva (todavía hoy los volcanes nos recuerdan aquellos tiempos). Con una atmósfera desprovista de oxígeno, cargada de vapor de agua y de CO2. Un auténtico horno…
Pero la Tierra conocería un destino singular, el que le dio la presencia del agua. A la distancia justa del sol –ni demasiado cerca ni demasiado lejos–, el agua podía manifestarse en sus tres formas conocidas: líquida, sólida y gaseosa. Y en un planeta ardiente que se va enfriando poco a poco, el vapor de agua, presente en la atmósfera, fue cayendo sobre la superficie de los continentes en forma de lluvia. Así se fueron formando los ríos y los océanos… El agua va arrancando minerales de las rocas y, así, poco a poco, el agua de los océanos se carga de sal.
Y dijo Dios: “¡Esto está muy bien, vamos a por más!”
Irrumpe la vida
A estas alturas de nuestra trama cósmica, en nuestro planeta ya se distingue la tierra firme de los océanos. Y es precisamente en ellos donde mucho, mucho tiempo después de que se solidificara la corteza terrestre –ochocientos millones de años, ¡casi nada!–, aparece un fenómeno que nos deja maravillados: ¡la vida! Las primeras bacterias –células procariotas, sin núcleo, o procariontes–, capaces de autorreproducirse, que se alimentan del calor de la tierra y del agua.
Todavía hoy nos preguntamos cómo fue posible la aparición de la vida en la Tierra. ¿Fue una intervención directa de la acción creadora de Dios? ¿Se podría explicar con causas físicas? Algunas teorías intentan dar una respuesta comprensible. Podría ser que la vida se originara en alguna playa tropical, debido a la combinación del agua salada templada, el movimiento de las mareas (en esto la vida en la tierra tendría mucho que agradecer a la luna) y alguna que otra tormenta eléctrica… Sea como fuera, quedémonos con la dimensión asombrosa y maravillada. Todo empieza por el asombro…
Y, tras la aparición de la vida en la Tierra, dijo Dios: “¡Esto está muy bien, vamos a por más!”.
(…)
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Índice del Pliego
EL MILAGRO DE LA VIDA
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LA APARICIÓN DE LAS EMOCIONES
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