Pliego
Portadilla del Pliego, nº 3.299
Nº 3.299

Y Dios eligió ser carne

Tengo miedo. No voy a negarlo. El ángel me lo debió de notar en la cara, porque fue de lo primerito que me dijo. Me espetó: “No tengas miedo de tomar a María, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”.



Es verdad que estaba dormido. Al fin había logrado conciliar el sueño después de días, pero me acordé de todo claramente cuando desperté, y ya no hubo marcha atrás. Se lo conté a ella y sus ojos brillaron como dos soles. Con eso me bastaba. Seguimos adelante con el compromiso. El niño fue creciendo en su vientre y todos nos felicitaban.

La mejor noticia

No hay duda de que un hijo es la mejor noticia para una pareja joven como nosotros, pero con cada palmada en la espalda, a mí se me cortaba más el cuerpo. ¿Dónde me había metido? ¿Cómo iba a estar a la altura de María, que me dejaba boquiabierto con su firmeza y su confianza? ¿Sería capaz de cuidar a un niño que ya anticipaba tantas señales de grandeza? ¿Qué planes tendría el Señor para nosotros?

Soy un simple carpintero. Puedo amueblarte una casa en un abrir y cerrar de ojos, pero los temores me hacen sentir como si pisara la arena inestable del desierto. Me pongo nervioso y empiezo a hundirme.

Camino de Belén

Los acontecimientos que siguieron tampoco nos han puesto fáciles las cosas. El edicto del emperador y la obligación del empadronamiento nos obligaron a salir hacia mi tierra natal, y aquí estamos, camino de Belén, con María sobre una mula y yo sufriendo de verla tirando como puede de la barriga, que ya está muy grande.

Para colmo, llevamos varios intentos de encontrar un sitio donde dormir y no hay forma. Los posaderos abren la puerta, ven la tripa y tienen todo lleno. Es verdad que con lo del censo muchos hemos regresado y hay poco margen para forasteros, pero me da a mí que alguno no quiere verse en un parto y escurre el bulto.

–¿Cómo estás, cariño? –le pregunto cuando reanudamos el camino. Ella me mira y sonríe. Siempre ha combatido las dificultades con alegría. “Si sonríes, las cosas vuelven a ir para arriba”, me dice mientras clava sus dedos en las comisuras de mi boca para obligarme a cambiar el gesto. Y ¡cómo lo logra, menuda es!

“No tengas miedo”

Pero las posadas de Belén son pocas y, aunque ella no lo sabe, detrás de esta calle ya no hay más. Estamos llegando al final del pueblo.

Aminoro el paso y la miro. Se ha quedado medio dormida con el traqueteo. “No tengas miedo”, escucho de nuevo. Y en ese momento, una mujer sale de su casa con una carga de heno para los animales y comienza a caminar a mi lado.

–Buenas noches, señora. Perdone que le moleste pero, ¿no tendrá usted un lugar donde podamos pasar estas horas de frío? –le pregunto.

Un establo que parece un palacio

Se para, nos mira y se conmueve. Sus ojos de anciana contemplan con nostalgia el gesto de María, sujetándose la barriga con ambas manos mientras cabecea. Con los ojos, me indica que le siga y nos abre el establo. Para ella es poca cosa y se disculpa, pero ante mis ojos aquello parece el palacio del rey, calentito y resguardado. No dejo de darle las gracias y, cuando se marcha, dejándonos todo aquello que cree que podemos necesitar, despierto a María con dulzura y la ayudo a bajar a tierra para que me siga.

La paja está blanda y los animales nos ofrecen su calor y compañía. Una pequeña lucerna alumbra toda la estancia y es la única fiel testigo de lo que allí sucede un rato más tarde.

Andaba yo pendiente de su sueño cuando empecé a notar que la frente se le arrugaba y se encogía su cuerpo.

–Ya viene, José –me dice de pronto.

Emoción y sobresalto

Los nervios me mantienen en pie y consigo animarla para seguir adelante cuando avanzan los dolores. Si frunzo mucho el entrecejo, ella lo desarruga con sus dulces dedos y levanta mi mirada para que pueda ver su sonrisa una vez más. Nos sujetamos las manos muy fuerte. Temblamos, pero es de una emoción que no puede contenerse y que nos remueve de la cabeza a los pies.

Tan concentrado estoy en quedarme a su lado, en que sienta mi cariño y empaparme yo del suyo, que me sobresalto cuando deja de empujar y escucho un llanto. No sé cómo lo hemos hecho, cómo lo ha hecho, pero aquí está nuestro pequeño, sobre ella.

Lo tapo con mi manto mientras la abrazo. María lo acuna en su seno y lo besa. Parece tan débil, tan indefenso… Y, sin embargo, es valiente; no conoce aún el temor ni la pena. Su llanto no es señal de sufrimiento, sino un canto delicioso a nuestros oídos. Ya está aquí el que había de venir, y es más que mi hijo. Es mi Señor y mi todo. Yahvé nos prometió que nacería en Belén, y se las ha arreglado para tejer un misterioso dibujo en el telar de la historia y cumplirlo. En Belén, sí. De María, mi esposa. A mi lado, tan cerca que siento su olor a recién nacido clavado en mi cabeza. Así ha querido Dios mandar a su hijo a esta tierra, bajo mi protección. ¿No iba a sentir miedo?

La senda de la confianza

Me duele todo el cuerpo. Deben de ser los nervios que, al disiparse, sueltan la carne y la dejan entumecida. No sé qué haremos mañana, cuando María y el niño se despierten y en unas semanas tengamos que seguir el camino de regreso. Desconozco lo que harán en Nazaret cuando volvamos, lo que tendrá previsto este mundo para recibir la vida que le ofrecemos. Le esperarán cosas buenas, eso es seguro, pero también pruebas y tormentos que no quiero imaginar. Lo más probable es que no esté en mi mano hacer mucho, aunque entregaría mi ser para que no sufriera. Y, sin embargo, siento que el dolor llegará, como la aurora.

¡Qué cosas! Mi padre siempre me contó lo preocupado que vivió el nacimiento de cada uno de sus hijos, los temores que despertaban en él al verlos nacer. Ahora que soy yo el padre, sé de qué me hablaba: ese miedo hondo que da perder el control, lo doloroso que resulta abrir la senda de la obligada confianza.

Me acerco a María para comprobar que todo va bien. La noche ya es cerrada y no quiero que se enfríen. La veo descansar, sin soltar al pequeño de la mano. Acaricio yo también sus deditos y, como en sueños, el niño reacciona a mi tacto y me aprieta uno de los dedos. Es idéntico a su madre. Como ella, acoge en silencio todos mis miedos ¡y sonríe! Transforma las sombras en la más pura y arrebatadora alegría. (…)


Índice del Pliego

EL POBRE DE JOSÉ

LOS PASTORES NO ENTIENDEN DE ESPERANZA

LA SOLEDAD DE SARAH

LOS SUEÑOS DE LA ABUELA ANA

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