Un libro de F. Javier Vitoria (Ediciones HOAC, 2009). La recensión es de Diego Tolsada.
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No hay “territorio comanche” para Dios. Accesos a la experiencia cristiana de Dios
Autor: F. Javier Vitoria
Ediciones HOAC
Ciudad: Madrid
Páginas: 210
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(Diego Tolsada) El tema, más bien problema, de la trasmisión de la fe se ha convertido, por la fuerza de las circunstancias, en reflexión prioritaria de la teología pastoral y de la teología tout court. Estamos ante una cuestión que excede con mucho el campo de la pastoral, para obligar a la reflexión cristiana a plantearse elementos centrales de la fe, como pueden ser la posibilidad de la experiencia de Dios hoy y, en consecuencia, una seria revisión crítica del mismo concepto de Dios.
Y a eso está dedicado este sugerente y exigente libro, que, a pesar de no ser extenso, aborda con rigor y profundidad este importante problema de nuestra fe.
Francisco Javier Vitoria es profesor de Teología en Deusto y en la Universidad Centroamericana de El Salvador. Con esta obra, quiere insistir en que Dios sigue siendo contemporáneo nuestro, incluso en esta cultura a veces tan denigrada por el discurso religioso, y especialmente cercano a tantas víctimas de nuestra historia reciente. Por eso no hay –en expresión tomada del título de una novela de Pérez Reverte–“territorio comanche” para Él, no hay zonas de nuestra vida en las que, por peligrosas, no pueda entrar para estar con nosotros.
La obra la abren y la cierran un primer capítulo y un epílogo de corte autobiográfico, donde el autor recoge algunos momentos de su experiencia de fe, pues “no es posible hablar de Dios sin hablar de uno mismo y de los compañeros y compañeras de camino” (p. 11) y hay que atreverse a hablar de Dios, a pesar de todo, “desde los basureros de la aldea global” (p. 22).
La reflexión sobre el tema comienza con una presentación de esa perturbación que es la ausencia, la insignificancia y la crisis de Dios hoy, a pesar de la vuelta de lo religioso, con una especial atención a la crisis de la trasmisión de la fe. El capítulo se cierra, de la mano de K. Rahner, con la afirmación esperanzada de que, a pesar de todo, podemos seguir experimentando hoy a Dios.
Acto seguido (capítulo 3º) se aborda la experiencia de Dios. Todas las religiones pretenden ser, de una u otra forma, un rendez-vous con el Misterio. La experiencia, en sus variadas formas, es fuente de conocimiento sapiencial, que se aprende en la relación con una tradición y con los demás. Sobre esta base, se puede hablar de esa peculiar experiencia que es la experiencia de Dios, entendida desde la tradición bíblica como Misterio Absoluto de fidelidad y misericordia, toda una opción a la hora de determinar cómo entender hoy, dentro de nuestras limitaciones y con el necesario proceso de purificación de nuestro imaginario religioso, la realidad a la que intentamos nominar con el término “Dios”. Con ese Misterio de misericordia es posible un encuentro personal y amoroso. Y en unas páginas de las más bellas y sugerentes de la obra, la relación con el Misterio se abre a esas experiencias que pueblan nuestra vida, cuando la vivimos con incondicionalidad y profundidad última. Esta dimensión así vivida podría calificarse propiamente de “experiencia mística”.
Lo específico cristiano
El capítulo 4º presenta lo específico de la experiencia cristiana de Dios, pues, según Vitoria, es sumamente importante explicitar hoy esa singularidad. La experiencia de Dios se nos concreta en la persona y el acontecimiento de Jesucristo. Y, desde ese acontecimiento, la experiencia de Dios queda necesariamente vinculada para el cristiano con el seguimiento de Jesús, la expectativa y el trabajo por el Reino, la vinculación con el Padre y la vida en el Espíritu, lo que, por un lado, permite mantener la fidelidad cuando Dios se esconde, y, por otro, explicita la dimensión trinitaria como singularidad de esta experiencia.
Y, tema imprescindible aunque hoy incómodo, hay que hablar del papel que desempeña la Iglesia en esta experiencia cristiana de Dios. La Iglesia es presentada como comunidad mistagógica, iniciadora, mediadora y facilitadora en la relación con el Dios de Jesús. No se esquivan las dificultades del hombre de hoy, incluso de muchos creyentes, con la Iglesia. Por eso, el autor hace una meditación sobre ella, en la línea de H. de Lubac, antes de abordar los dos puntos clave para la transmisión de la fe hoy: el poder desvelador del imaginario cristiano y el imprescindible papel de los testigos de la fe. El imaginario cristiano “nace de la memoria permanente de la tradición de Jesús de Nazaret y de su Espíritu y se recrea en ella. A su luz el exceso (de bondad, de belleza y de verdad, pero también de maldad, de horror y de mentira) que encontramos en el laberinto de la vida se aclara como señal del paso de Dios” (p. 184) entre nosotros. Y esa memoria de Jesús se realiza en la Iglesia sobre todo de manera biográfica (p. 187): es la santidad de los testigos la que da cuenta verdadera de lo verdaderamente cristiano del cristianismo (p. 187).
Haber intentando hasta aquí presentar el contenido del libro no hace justicia a la profundidad, realismo y actualidad de las tesis mantenidas ni a la calidad y la calidez del estilo. Es un libro que hace pensar, de cuya lectura seguramente tanto agentes de pastoral y catequistas como comunidades y grupos cristianos podrán sacar mucho provecho, tanto para purificar y acrecentar la propia experiencia de Dios como para poder intentar asegurar una trasmisión del mensaje evangélico más acorde con nuestro tiempo que lo que es la trasmisión usual.
Al final de cada capítulo se ofrece una bibliografía selecta, agrupada según los temas tratados. Es una buena invitación a seguir profundizando en asuntos tan urgentes para el futuro de la fe en nuestro mundo de hoy, que suple la voluntaria ausencia de referencias a pie de página. Un libro, pues, que hay que recomendar vivamente.
En el nº 2.706 de Vida Nueva.