Un libro de Charles André Bernard (Sígueme). La recensión es de Pedro Ortega Ulloa.
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Teología Espiritual
Autor: Charles André Bernard
Editorial: Sígueme
Páginas: 640
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(Pedro Ortega Ulloa) Charles André Bernard publicó en 1976 un Compendio de Teología Espiritual siendo profesor en la Gregoriana. Estaba preparando la sexta edición de su Teología Espiritual, texto que nos ocupa, cuando murió en 2001. Mucho tiempo ha dedicado a lo que llama, ya en la primera edición, “experiencia espiritual”, es decir, experiencia del Espíritu de Dios en nosotros. Así, este libro busca el reconocimiento de una realidad vital que nos impulsa a una actuación plena y libre.
En cuatro grandes apartados divide el libro. Busca en el primero describir la vida espiritual cristiana mirando la experiencia de toda la Iglesia, “a fin de destacar mejor el concepto de espiritualidad”. Los dos últimos capítulos de este primera parte forman un hermoso compendio de vida espiritual: la comunicación de la vida divina y la vida de la gracia. Así, habla del Misterio trinitario en dos aspectos: su historia amorosa y nuestra acogida. Es una reflexión sobre la encarnación y la Iglesia. Y, por último, describe cómo, gracias a los sacramentos, vivimos en concreto la vida divina. Con “la vida de la gracia” no va a describir la “cosecha” que el Espíritu hace crecer en quienes le acogen, sino las “capacidades” primeras que se nos regalan para vivir la santidad. Es una presentación de la fe, esperanza y caridad.
Elevado el hombre a la condición de “hijo” y capacitado para una nueva actividad, llamada “sobrenatural”, hay que dilucidar tres grandes problemas, que ocupan la segunda parte: qué relación se da entre “naturaleza” y “gracia” en el hombre, qué sucede entre el individuo y su ambiente, y qué presencia y fuerza lleva el pecado.
El tema de la parte tercera es cómo acontece la relación interpersonal Dios y hombre, que el autor califica como “diálogo”: invitación de Dios y respuesta humana. En primer lugar, no es mera realidad interior, sino que se da en las “mediaciones” que, por una parte, pertenecen al mundo creado y, por otra, contienen una huella de Dios. En este diálogo, nos preguntamos cómo saber si nuestra respuesta a la invitación divina es auténtica. Y reflexiona hablando del “discernimiento espiritual”.
Toda respuesta a la invitación divina, inicio del diálogo, lleva una doble dimensión: la oración y la acción. En la vida de oración y acción se da una relación dialéctica. El movimiento interior de respuesta a la iniciativa divina acontece en la oración y ésta lleva a la transformación propia y del mundo que le rodea. Pero la medida y el impulso de esta transformación, que está en el sujeto pero no es del sujeto, aparecen en la oración.
Vida mística
La cuestión del crecimiento o progreso de una experiencia espiritual ocupa la cuarta y última parte. El crecimiento supone decisiones y aparece con una cierta plenitud en la experiencia mística. Pero no se puede privilegiar de forma indebida el valor de la vida mística. Todo cristiano está invitado a participar de la plenitud de la vida divina gracias al Espíritu. Y, así, el último capítulo lo dedica a presentar los rasgos de la persona espiritual que ha llegado a su madurez.
De la dimensión mística escribe Bernard siguiendo a nuestros dos grandes místicos: Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Junto con Ignacio de Loyola, son los autores más citados en el libro. Presenta la tipología de la diferente mística cristiana en tres aspectos: nunca se da separación entre la búsqueda del Absoluto y el proceso de interiorización, “el centro del alma es Dios” (dicen nuestros místicos); la humanidad de Cristo asume un puesto privilegiado, pues se busca la configuración por participación en los misterios de la historia de la redención; esta configuración impulsa a una participación afectiva y efectiva en el obrar de Dios en nuestra historia. Y aquí el apostolado de apóstoles ejemplares.
Describe la actitud mística fundamental como el abandono de la particularidad de la aprehensión espiritual para acceder a la percepción de lo particular en un horizonte de infinitud. Qué cerca está esto de lo que dice Rahner sobre la trascendentalidad del hombre, y que define así: “La capacidad del conocimiento y de amor del hombre capta lo particular en la anticipación del ser absoluto”. ¿La diferencia entre la actitud mística fundamental y la trascendentalidad humana está sólo en el saber consciente o no de la misma?
Cuatro cuestiones se abren ahora. La oración mística en la que se percibe y experimenta la presencia activa de Dios en el alma. La luz de la contemplación. La percepción viva de los misterios salvadores. La psicología de los místicos.
El capítulo final es una descripción de la madurez espiritual que alcanza la persona cristiana. Comienza presentando el don del Espíritu que promueve “disposiciones” estables en el hombre espiritual. Indica algunos aspectos de la vida en el Espíritu: conocimiento espiritual, ejercicio de la libertad cristiana, aspecto personal de la relación con Dios y obrar perfecto.
Termina presentando de forma sintética la plenitud de la acción del Espíritu en dos “lugares”: la Iglesia y la persona. En la Iglesia, promueve crecimiento, y en la persona, perfección. En la Iglesia aparecen los dones regalados (los carismas) con vistas al “bien común”, que se expresa como edificación de la comunidad. Y, por último, habla de los rasgos ejemplares del hombre espiritual. El Espíritu logra que se realice plenamente el hombre que se deja mover por el don de Dios. El hombre perfecto vive los frutos que el Espíritu da.
Ha de continuarse la reflexión, y el mismo autor coloca al final de algunos apartados indicaciones sobre perspectivas que obligan a pensar junto con una bibliografía necesaria. La teología espiritual está siendo cada vez más un lugar para reconocer lo que el Espíritu “dice” a las Iglesias.
En el nº 2.707 de Vida Nueva.