(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Asomándonos al problema desde la fe, por una parte, hay siempre salida en Jesucristo, en el que todos y todo lo que muere en el tiempo puede resucitar para la eternidad”
¿Dónde estaba Dios?, es la pregunta recurrente que todos, creyentes o incrédulos de buena voluntad, nos hacemos ante la presencia del mal inexplicable. Sin pretensiones de zanjar la cuestión, con humildad y con respeto, quisiera acercarme a este misterio, como hombre y como cristiano. Es decir, con la razón y con la fe, en el campo de la teodicea y de la teología.
Porque la naturaleza tiene sus leyes por el bien común, y aun suponiendo la hipótesis del ateísmo práctico, ¿de qué nos escandalizamos y a quién podemos reclamar si no hay sujeto al que nos podamos quejar? En todo caso, el racionalista crítico tendría cierta coherencia al quejarse cuando la naturaleza funciona mal, si cuando funciona perfectamente bien, día tras día, supiera conocerla, reconocerla y agradecerla, en vez de ignorarla y expoliarla.
Cuando hablamos, en cambio, no desde la teodicea humana, sino desde la teología cristiana, ya no se trata de razón, sino de revelación; no de explicación, sino de aplicación; no del por qué, sino del para qué. Porque mirando la naturaleza como creación de Dios, que hizo todo muy bueno y sigue gobernándola, la existencia del mal tiene para nosotros una dificultad añadida. Porque siendo Dios infinitamente sabio, omnipotente y bueno, ¿cómo permite la entrada del mal físico en el mundo y del mal moral en el hombre?
Ahora bien; asomándonos al problema desde la fe, por una parte, hay siempre salida en Jesucristo, en el que todos y todo lo que muere en el tiempo puede resucitar para la eternidad. Aunque, por otra parte, es inexplicable que Dios quisiera la muerte de su Hijo –y una muerte de cruz– para salvarnos. Es la paradoja del Dios crucificado, sostenida por la escuela de Moltmann en el pasado siglo.
En último término, este misterio es un misterio de amor, una locura amorosa de Dios, en el que siempre podemos reclinar nuestra cabeza, poniendo entre sus manos el mal incomprensible.
ainiesta@vidanueva.es
En el nº 2.696 de Vida Nueva.