(+ Amadeo Rodríguez Magro– Obispo de Plasencia)
“Si hay alguna patología, no está en la opción de ser célibe, sino en no haber podido o sabido madurar afectivamente para poder asumir tanto el compromiso del celibato como el del mismo sacerdocio”
Últimamente se habla mucho del celibato, y no siempre para bien. Con frecuencia, se le acusa de todos los males del sacerdocio, y se hace con argumentos que, de ordinario, no entran en el fondo de sus motivaciones. Casi siempre se quiere dar la impresión de que ser célibe es una losa para la libertad, la alegría, la paz y hasta para el amor. Con estas acusaciones se comete una tremenda injusticia con la historia de santidad de tantos sacerdotes que han vivido con fidelidad su celibato; y, a los de ahora, se nos está juzgando de incapaces para el seguimiento de Cristo. Aunque sea verdad que algunos no hayan podido mantener una decisión libre, tomada en plena madurez, eso no descalifica a los que sí son fieles –la mayoría– y llevan con humildad y gratitud al Señor el compromiso que asumieron antes de ser sacerdotes.
Vivir el celibato, tras haber madurado ese don de Dios, no es un déficit de humanidad, sino un signo claro de madurez afectiva; la misma que tienen otros jóvenes de su edad para elegir otros estados de vida. Lo que se vive para darse plenamente a los demás, no puede ser nunca la causa de un posible fracaso. Cuando éste llega, busquemos otras razones, que quizás no estén muy lejos de nosotros mismos. Y si hay alguna patología, no está en la opción de ser célibe, sino en no haber podido o sabido madurar afectivamente para poder asumir tanto el compromiso del celibato como el del mismo sacerdocio.
Para entender la castidad hay que situarla en su origen: en la misma vida de Jesucristo casto. Porque el célibe se sitúa en el seguimiento fiel y radical del Señor, a quien el sacerdote representa en el servicio a sus hermanos. Es en la castidad amorosa de Cristo donde se sitúa la vida y el ministerio de los sacerdotes: en ella participa y en ella se identifica. Si se separa de Jesucristo, el celibato se convierte en un mero complemento al margen de su identidad y misión, o en un peaje que hay que pagar para ser sacerdote. Y considerarlo así, además de malicioso, es condenarlo al fracaso.
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En el nº 2.710 de Vida Nueva.