(Pablo d’Ors– Sacerdote y escritor)
“Amo y respeto los sagrarios vacíos tanto como los habitados, pues sé que el vacío es promesa de una presencia: el espacio más puro, la posibilidad más absoluta, el hilo finísimo –invisible– por el que el Espíritu de Dios transita por el mundo como un equilibrista”
Un sagrario vacío es para mí, con frecuencia, el perfecto espejo de lo que soy. Hablo de vacío de ideas, de sentimientos, vacío incluso de la idea del vacío, puesto que también ahí podemos encontrar cierto consuelo. Ningún sagrario con la presencia del Pan puede ser apreciado en su justa medida si antes no ha estado desoladora y prolongadamente vacío. El ayuno de la eucaristía –para quien ha descubierto su valor– es más doloroso que cualquier ayuno corporal.
Amo y respeto los sagrarios vacíos tanto como los habitados, pues sé que el vacío es promesa de una presencia: el espacio más puro, la posibilidad más absoluta, el hilo finísimo –invisible– por el que el Espíritu de Dios transita por el mundo como un equilibrista. Dios es siempre un equilibrista en la conciencia de quien cree: un Dios a punto de precipitarse, un Dios cayendo, o en el abismo ya, mientras ese hilo –invisible aún– se tiende, quién sabe cómo, de una frontera a otra. No hay fronteras en la invisibilidad, ése es el drama. No hay meta ni camino: sólo nada, nada. La nada es el meollo de la experiencia mística porque (la) nada es Dios.
El gran misterio de Dios es su ausencia. No es posible llegar a la fe sin atravesar el ateísmo, sin sucumbir a esa tentación. Cuanto más cerca de Dios he estado, menos lo he entendido. Acaso porque Dios se parece demasiado a los hombres y muy poco a sí mismo. No entender a Dios es la mejor garantía de una religiosidad auténtica. Entenderle, por el contrario, o creer entenderle, es el mejor síntoma de que el camino emprendido no es el de Jesús.
En el nº 2.707 de Vida Nueva.