(Lucía Ramón Carbonell– Profesora de la Cátedra de las Tres Religiones de la Universidad de Valencia)
“La Trinidad es dinamismo, abrazo en el respeto a la diferencia, unidad inclusiva y rebosante de vida y ternura. Nos revela un Dios que se constituye, en el mismo acto de darse, como espacio de entrega amorosa y de no dominación”
Suscitar hambre de Dios y sed de Justicia es lo mejor que podemos ofrecer los cristianos hoy. No es tarea fácil entre gente aparentemente saciada o con apetitos muy superficiales. Pero, a veces, somos nosotros mismos los que vivimos de espaldas a nuestros más suculentos manjares… Y entre esas delicias, para quien se adentra en el símbolo de la fe no con pretensión de apresarlo en un catecismo o adaptarlo a nuestra lógica individualista y posesiva, está la Trinidad. ¿Dónde está el problema? Pues en que no puede comprenderse: sólo puede degustarse.
Sólo es apta para quienes están dispuestos a adentrarse en el terreno de lo desbordante, de lo excesivo, de lo incontrolable. Es una senda fértil e inexplorada para renovar nuestra experiencia de Dios. Para hablar de Él, de Ella, en un lenguaje nuevo que conecta con las ansias de libertad y de comunión, de amar y ser amados, de justicia y de plenitud de vida, que laten en todo corazón humano. La Trinidad es dinamismo, abrazo en el respeto a la diferencia, unidad inclusiva y rebosante de vida y ternura. Nos revela un Dios que se constituye, en el mismo acto de darse, como espacio de entrega amorosa y de no dominación. Irradia equilibrio y nos llama a establecer relaciones justas presididas por la entrega recíproca, por el don y la acogida. Ella inhabita todas las criaturas y nos llama a hacer justicia, a enderezar lo que está torcido, a recibir de su plenitud de vida para transformar este mundo a su imagen. Pocos de nuestros discursos sobre Dios resistirían el contraste con este Dios excéntrico, con un nombre femenino, que quiere compartir con nosotros, más bien mezquinos, la plenitud de la Vida.
En el nº 2.710 de Vida Nueva.