(Ángel Moreno, de Buenafuente)
“Raya el alba, la montaña toma colores rosáceos, morados, ocres, oro. Los peregrinos se yerguen, cantan, registran en sus cámaras el lento amanecer. Gentes venidas de todas partes añaden policromía a las rocas y en un don de lenguas acontece el himno agradecido”
Por el privilegio que supone ser testigo del amanecer en el Gebel Musa o Monte de Moisés, que corona el Monasterio de Santa Catalina en la península del Sinaí, puedo narrar esta experiencia.
Era medianoche; una serpiente de luces ascendía lentamente hacia lo alto del Monte Sinaí, para alcanzar la cima antes de rayar el alba. Beduinos jóvenes servían de guías y ofrecían sus camellos a los más cansados. La oscuridad velaba los rostros sudorosos y los rictus del esfuerzo, que en el último tramo se hacían más ostentosos, al tener que remontarlo por una empinada escalera irregular de piedra.
Al llegar a la cima, se debía buscar el lugar estratégico para cobijarse del frío y para asistir en primera línea al amanecer y salida del sol. La noche cerrada encubría el movimiento de los que iban tomando posiciones, algunas de ellas situadas extremadamente frente al abismo.
Raya el alba, la montaña toma colores rosáceos, morados, ocres, oro. Los peregrinos se yerguen, cantan, registran en sus cámaras el lento amanecer. Gentes venidas de todas partes añaden policromía a las rocas y en un don de lenguas acontece el himno agradecido: “Magnificat anima mea”, que entonamos en un clima lírico colectivo. Al momento, el sol enciende el macizo de fuego y los ojos de los peregrinos de emoción.
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En el nº 2.698 de Vida Nueva.